Fouché

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Metternich abandonó la residencia imperial, consciente que debía comenzar su trabajo cuanto antes. Tan sólo se detuvo unos instantes para saludar respetuosamente a la emperatriz, María Luisa de Austria-Este y a los siete hijos del emperador. La familia real, asustada por las consecuencias de la batalla perdida, apelaba al Canciller para resolver todos sus problemas a lo que Klemens respondía con palabras amables.

Se calzó su galera y subió a la pesada carroza que, por ley del antiguo emperador José II, tan sólo podía ser tirada por seis caballos.

-Llévame a la Catedral de San Esteban- le dijo a su lacayo.

El traqueteo del vehículo sobre las piedras hacía temblar al canciller. Con la mirada perdida en la ventana, Metternich estaba a muchos kilómetros de ahí, en Schönbrunn, donde Napoleón estaría gozando de la "hospitalidad" austriaca.

Necesitaba pensar. El francés quería disfrutar su nueva victoria, sin lugar a dudas. No le bastaría con arrasar el palacio de María Teresa. Nuevamente, el Imperio debería ceder más territorios. Tenía que entregarle algo tan maravilloso que no pudiera negarse y lo suficientemente prescindible para conservar la supremacía del Imperio Austríaco.

La plaza de San Esteban estaba extrañamente vacía. En un día normal, bulliría de gente. Mercaderes, sirvientes, soldados, el clero, de un lado al otro cada uno en su actividad, llenando los alrededores de una de las iglesias más antiguas de la ciudad. Pero aquél no era un día normal. El imperio estaba de luto.

La catedral era un edificio enorme. Construida por el primer Habsburgo nacido en Austria, Rodolfo IV, el edificio de estilo gótico cuenta con dos torres y una aguja central. El tejado a dos aguas une las distintas partes de la Catedral. San Esteban, el mártir que le da nombre, muerto por desafiar a la autoridad judía, compartía curiosamente el nombre con el primer rey de Hungría.

Tal asociación entre ambos nombres no se le escapó a Metternich mientras entraba al edificio, pensando en el problema que tenía entre manos, y recordaba las palabras del emperador que rogaban por mantener a Austria unida.

Tenía la esperanza de encontrar la respuesta allí. El obispo fue lo suficientemente amable para mostrarle un mapa del Imperio que tenía guardado. Estaba formado por veinte territorios inicialmente. Los más importantes eran, por supuesto, el archiducado de Austria, los reinos de Bohemia y Hungría, el ducado de Silesia, el margravato de Moravia, el Tirol y los Reinos de Croacia y Lombardía-Venecia.

La mayor parte del Tirol y Venecia habían sido absorbidos por Baviera y el Reino de Italia respectivamente, luego de que la Tercera Coalición fuera vencida. De las otras posesiones, habían perdido pequeñas regiones en favor de estados satélites napoléonicos. El Imperio se mantenía en esencia pero, acosado por las deudas y por las guerras, sufría una agonía incesante.

-Muchos sabios consideran a Europa como una gran mujer, ¿sabe?- dijo una voz a espaldas de Metternich- ¿Y qué sería de una gran mujer sin hombres codiciándola?

Oh no.

De todos los hombres de todo el gran Imperio Frances, ¿Klemens Metternich debía enfrentarse a él? En sus mejores deseos, hubiera sido mucho más soportable dividir a Austria ante el otro, al que llamaban el "Diablo Cojo". Pero no podía aguantar tener que tratar con...

-Joseph Fouché... Mi queridisimo amigo. ¿Qué lo trae hasta Viena?

La respuesta, de más está decir, era clara como las aguas de los lagos bávaros.

-Venía a traerle un mensaje al Emperador de los franceses cuando me enteré de vuestra derrota... Inmediatamente, su Majestad Real, Napoleón, me encargó las negociaciones pertinentes. Así que... ¿Qué tienes para ofrecerme?

El CongresoWhere stories live. Discover now