Bernadotte

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La noticia impactó mucho en la corte austríaca. Con gran revuelo, el emperador Francisco suspendió el entrenamiento militar y tuvo la fugaz intención de subirse a su carroza real y viajar hasta París para conocer a su nieto. Afortunadamente, Metternich nada debió hacer pues fue la propia emperatriz consorte María Luisa de Austria-Este, quien le hizo ver a su marido que aquello era una locura.

Las grandes monarquías de Europa veían con recelo el matrimonio Bonaparte-Habsburgo, pero no podían negar que un hijo de semejantes dinastías portaba una autoridad suficiente para reconocer al Imperio francés un heredero válido. Por lo demás, la última hija viva de María Teresa I de Austria, la reina Carolina de Nápoles y Sicilia, exclamó "¡Para completar todas mis desdichas, sólo me faltaba ser la abuela del diablo!" El pequeño Napoleón II, sin saberlo, a sus pocos días de vida era el blanco del odio de muchos mayores.

Metternich se retiró a sus aposentos tras asegurarse de que el emperador Francisco continuara con el plan. Grande fue su sorpresa cuando encontró otro emisario, esta vez del zar ruso, junto a su puerta.

-Si es tan amable, señor- le dijo en un alemán chapuceado- El embajador desea verlo.

Klemens dudó. En su plan para acabar con Napoleón, se reunía frecuentemente con los embajadores prusiano, británico y ruso para planear el siguiente paso. Pero nunca había visto a la luz del día a uno de ellos en privado. Sobretodo, considerando la inminente invasión a Rusia, de la cual, por supuesto, el zar ya estaba enterado.

-Dile que me vea en el Palacio Belvedere- fue toda su respuesta.

Si elegía un edificio neutral, en especial una galería de arte como la del Palacio Belvedere, nadie podría pensar que su encuentro con el embajador ruso, Gustav Ernst von Stackelberg, era nada más que casual.



El Palacio de Belvedere era una verdadera fortaleza barroca, construida por el príncipe Eugenio de Saboya, generalísimo del emperador Leopoldo I, y gran vencedor de las guerras austro-turcas. A su muerte, la emperatriz María Teresa I había comprado el palacio que, en aquellos tiempos, funcionaba como vivienda para los refugiados monárquicos franceses y galería de arte vienés.

El conde Gustav era un veterano de la guerra contra Suecia. Un hombre al que le gustaban el arte y las mujeres. Había sido embajador en Prusia, la República Bátava, el Reino de Cerdeña y, finalmente, Austria. Era el principal conspirador junto a Metternich. Ambos hombres juntos se vería sospechoso, pero ambos hombres viendo una muestra de arte, al menos no tanto. Mirando sin mirar, los dos cancilleres caminaban por las diversas habitaciones del palacio mientras conversaban.

-Felicitaciones por la bendición real- comenzó el ruso, con malicia- Una Habsburgo dando a luz a una Bonaparte.

-Felicitaciones a usted, por la inminente invasión- contestó el austríaco, sin quedarse atrás.

-Triste asunto, toda europa contra la madre Rusia.

-En efecto, espero que vuestro plan resulte, o los zares pronto dejarán de existir.

-El fin de los zares será antes el pueblo que otra nación- bromeó el conde.

-Las tropas francesas pronto llegarán a Viena para partir, deben estar preparados para...

-Sí, sí- lo interrumpió Gustav- No he venido a hablar de eso... ¿Recuerda la batalla de Wagram?

-¡Cómo olvidarla!- exclamó Metternich, pensando en aquella batalla que los había metido en aquél problema.

-¿Conoce acaso el desastre de Bernadotte?- inquirió el ruso, mirando hacia ambos lados para asegurarse que no hubiera nadie cerca.

-¿Jean-Baptiste Bernadotte? ¿El mariscal francés?

-Ex-mariscal- corrigió Gustav- Según tengo entendido, durante la batalla de Wagram, Bernadotte estaba al mando de las tropas sajonas. Y su gran genio tuvo la idea de vestir a sus hombres de blanco, para camuflarlos con la nieve. Afortunadamente, ustedes los austríacos, estaban vestidos de blanco también, por lo que cuando las tropas francesas vieron hombres de blanco abrieron fuego- El ruso rió estrepitosamente- Muchos sajones murieron ese día.

-La sangre alemana no debe ser derramada- respondió, serio, Metternich.

-Es cierto, es cierto... Lo concreto es que Napoleón despidió en el acto a Jean-Baptiste. Este fue asignado a Roma donde, hace pocas semanas, un mensajero del Reino de Suecia... ¡Lo nombró rey!

-¡¿Cómo?!- gritó Metternich, desaforado y luego recordó que se encontraban en un lugar público- ¿Cómo?

-El rey Carlos XIII no tiene descendencia, entonces buscó un príncipe heredero para adoptar. La aristocracia sueca ama a Jean Baptiste así que la elección fue fácil. En estos momentos se encuentra en Estocolmo y ya ha tomado las riendas del gobierno.

-Pero... Un mariscal francés, al mando del Reino de Suecia... Imposible.

-Descuida, el más preocupado es el zar- lo tranquilizó Gustav- Teme que un aliado de Francia tan cerca suyo sea su perdición. Pero yo sé que Bernadotte... Digo, el rey Carlos XIV, odia a Napoleón. Ten por seguro que no será una amenaza.

-No termina de tranquilizarme- confesó Klemens- necesito una prueba.

-La tendrás- prometió el ruso y miró su reloj- Debo irme, informaré al zar sobre nuestras conversaciones.

-De acuerdo... Yo creo que el emperador Francisco querrá saber esto.

Ambos hombres se despidieron y huyeron en distintas direcciones.



Días después, el emperador Francisco I se encontraba viendo a sus tropas junto a un Metternich que revisaba un mapa. El archiduque Carlos de Austria-Teschen entró a las apuradas a la sala-

-Ya están aquí- dijo con un hilo de voz.

Seiscientos mil soldados rodearon la ciudad de Viena en pocas horas. Francisco I temió lo peor, pero se alistó con su uniforme y se dirigió al encuentro con su yerno. Este lo esperaba en un palacio que había ocupado sin permiso.

María Luisa de Austria se encontraba allí pero sin el pequeño Napoleón. Padre e hija se abrazaron, mientras Metternich estrechaba su mano con la del emperador de todos los franceses.

-La cena está servida- comunicó el cocinero real.

Francisco I, emperador de sus dominios, comenzó a caminar hacia la mesa pero Napoleón se adelantó, pasó primero y se sentó en la cabecera.

-¡Qué tipo atrevido!- exclamó el austríaco, humillado en su dignidad real.

Aquella fue la última vez que se vieron Napoleón y Francisco, una frugal cena familiar. Nadie habló mucho y todo el rato estuvieron mirándose con cautela.

Al otro día, los ejércitos partieron. La invasión a Rusia había comenzado.

El CongresoWhere stories live. Discover now