Capítulo 22:

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    La fusta está a punto de marcar mi piel cuando todo se detiene. No estoy muy segura del porqué. Ya no estoy segura de nada, a decir verdad. Lo único que sé, lo único que tengo claro, es que no soy yo la que grita por el golpe recibido.

A mí nada me toca, estoy intacta. A salvo.

Sin embargo, algo ha sucedido, pues el grito que retumba en mis oídos es desgarrador. Me deja la sangre helada. Tengo la piel como la de un pollo. Lo único que puedo hacer, lo único que me atrevo a hacer, es achicarme en mi lugar. Oculto mi rostro entre mis piernas lo más que puedo, como si eso llegara a protegerme de alguna manera, mientras espero a que el tiempo transcurra.

Pero no lo hace. Las cosas parecen sucederse tan lentamente, las percibo tan estáticas, que me estremezco. De pronto se ha hecho silencio, todos se han quedado callados; eso solo permite que oiga incluso más el latido de mi corazón. Está muy acelerado y no deja de pitar en mis oídos.

Estoy tan mareada. Tan confundida. Mi cuerpo se siente débil y estoy segura que es porque había estado presionando los dientes y sujetándome del poste con muchísima fuerza. Es como si me hubiesen pinchado y desinflado. Me siento cansada, agobiada.

Entonces lo veo. En realidad, eso no es lo primero que sucede. Las cosas son diferentes.

Antes de verlo, lo siento.

La calidez es lo primero en llegar. Los dedos de mis pies son los que la perciben, se ven empapados en ella. Su tacto es peculiar. Líquido, pero denso. Se siente tan extraño. He tenido los ojos cerrados durante todo el tiempo, porque supuse que de esa forma dolería menos, así que me obligo a abrirlos. No me resulta fácil hacerlo, me asusta un poco, mas lo consigo.

Y debería no haberlo hecho, porque al abrir mis ojos soy capaz de ver el líquido carmesí que se me está acercando. Ahora ha discurrido por el suelo hasta rozar mis rodillas. Gimo. Eso es sangre. Es sangre que no me pertenece. ¿Y si no es mía, de quién es?

Miro por sobre mi hombro. Todo el mundo está observándome, pero no solo me miran a mí; sus ojos se dirigen hacia el cuerpo que yace en el piso, frente a mí. Me toma tan solo un segundo reconocer ese cabello rubio y rizado, esa silueta esbelta y la piel pálida.

Es Wylla. No puedo verla bien desde mi lugar, pero soy capaz de distinguir una magulladura ensangrentada en una de sus sienes. Su cuerpo reposa en el piso, inmóvil, mientras que la sangre fluye de su cabeza, la cual ha impactado contra la piedra.

Mi hermana no se mueve. Esa chica seria, amable y serena, no se mueve. No está respirando. Yo tampoco respiro, ya no sé ni cómo hacerlo. Lo único que quiero es acércamele y sacudirla, moverla hasta que reaccione.

Por supuesto, Celia es la primera en ponerse en movimiento. Ha comenzado a gritar. No tengo idea de qué está diciendo, estoy demasiado pasmada como para siquiera enfocarme en sus palabras. Ya he comenzado a temblar. La imagen es horrible, pero no puedo despegar la mirada del flácido cuerpo de Wylla.

Celia se echa a su lado de rodillas. Hay desesperación en su rostro. Es la expresión más vívida que le he visto en la vida. La toma del rostro y la palmea suavemente, como esperando que su hija abra los ojos y le diga que va a estar todo bien. Pero ambas sabemos que no va a estarlo. Ya no.

―Wylla ―susurra―. Despierta, Wylla.

La sacude una vez, dos veces. Wylla no responde, no se mueve. Algo dentro de mí se rompe un poco. O quizá se rompe por completo, no lo sé.

―¡Wylla, por favor! ―chilla Celia―. ¡Abre los ojos, hijita!

―Celia, yo no quise... ―comienza el muchacho encargado de la fusta. Se queda callado de pronto. Su rostro demuestra claramente que está mortificado.

Lágrimas de ÁngelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora