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Capítulo XII

Impresiones Inesperadas




- ¿Nunca has intentado pedirle algo al Oasis? -.

El castaño miró al mayor, parpadeando confundido al darse cuenta de que, de hecho, no, no lo había intentado. Se había limitado a vivir de lo que le daba el invernadero, entreteniéndose mediante la escritura y los paseos, obteniendo los materiales para la primera a través de su acompañante.

- Ya veo que no - sonrió el mayor, dándose por contestado al ver la cara que había puesto - Deberías intentarlo. Cuando llegaste, le pedí al Oasis que te tratara como suele tratarme a mí, pero como no habías dicho nada, supuse que no me había hecho caso -.

- ¿Puede elegir no hacerte caso? -.

- Lo ha hecho antes - replicó, escueto, el albino, mirándole con esa emoción en sus ojos que le advertía de seguir avanzando en esa dirección. Dándose por aludido, el joven asintió, palmeando ligeramente el delicado hombro de Sahid antes de deslizarse a uno de los cuartos climatizados.

El cuarto, en realidad, era más parecido a uno de los jardines exteriores, que a un huerto en sí; la entrada estaba techada y tenía un columpio junto a la puerta; ríos de arena dorada extendiéndose un par de metros más allá de la puerta, chocando contra el cristal, que creaba la ilusión de un hermoso y claro día soleado, a pesar de que afuera se estaba cayendo el cielo.

Una vez sentado en el columpio, cerró los ojos y pensó con detenimiento en qué pedirle al Oasis, pues, aunque sabía bien que este podía darle casi cualquier cosa, Sahid en más de una ocasión le había advertido sobre ser avaricioso.

¿Qué era lo que realmente quería?

Hacían tiempo que no se hacía esa pregunta. Tanto, que ya no estaba seguro de alguna vez haber querido algo en lo absoluto. Sonaría patético, pero había pasado veintitrés años de su vida al servicio de su reino, y eso, a la larga, le había hecho descuidarse a sí mismo. No se arrepentía; aunque jamás le habían agradecido realmente, había sido testigo de las vidas que habían podido seguir gracias a él.

Muy a pesar de todo por lo que había tenido que pasar, hombres, mujeres y niños que volvieron con sus familias gracias a que él se quedó fuera, luchando, no por una familia que sabía no le recibiría con los brazos abiertos. Por lo que no, no se arrepentía, ya no.

Si seguía por esa línea de pensamientos, podía decir, casi con total seguridad, que lo único que se había permitido desear, había sido a Sahid.

El supuesto príncipe, que aún a esas alturas, había veces en las que le daba la sensación de estar presenciando una aparición; un vistazo a la más hermosa de las ninfas del desierto. Sonrió ante el recuerdo del resplandor del brillante sol en sus cabellos blancos, el cómo sus mejillas enrojecían por el calor y cómo bailaba cuando creía que no le estaba mirando. Se estremeció ante el recuerdo de los músculos magros del mayor ondeándose a cada movimiento, su abdomen plano y su espalda delicada creando curvas que parecían extenderse más allá de la imaginación.

No era algo de lo que estuviese orgulloso, pero si tuviese que decir algo que deseaba, ese sería a Sahid. El misterioso Sahid que, aún en esos momentos, seguía sin querer decirle de dónde venía.

El sonido de algo cayendo le sacó de sus pensamientos, y cuando volvió a enfocar la mirada, se dio cuenta de que ahí, frente a sus pies, había un marco volteado. Extrañado, se estiró y lo levantó del suelo, seguro de que, de ser algo peligroso, el Oasis lo defendería; y si no, bueno, por lo menos habría saciado su curiosidad.

Sus ojos se abrieron como platos cuando, al dar vuelta al cuadro, la impresión de un joven Sahid apareció frente a sus ojos.

En la foto, el albino estaba sentado con las piernas cruzadas, y mirando al frente, sus manos elegantemente entrelazadas sobre sus rodillas, cubiertas de delicada tela sin bordados. Se veía joven, hermoso, arreglado, y rematadamente incómodo.

Y estaba junto a Amod de Razrahël.

- Dioses - farfulló.

El Príncipe del OasisWhere stories live. Discover now