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A Paige no le agradaba el lujo. ¿Acaso ya no lo tenía en claro? Había sido un tonto en hacer prevalecer lo ostentoso de mi casa por sobre la presunta amistad que reclamaba continuar conmigo.

Distrayéndome con disimulo de la seca carretera para mirar cómo su blusa a la altura de sus botones flameaba por la acción del fuerte viento que entraba por los cristales, contuve mis ansias por detenerme y ser yo mismo quien agitara esa tela cual bandera.

En algún que otro pasaje del viaje, la indecencia de la corriente dejó apenas al descubierto la orilla de su sostén, aparentemente de encaje blanco.

¿Se lo había puesto esperando que este día nos diera más que una bella excursión por el Lago Rose Canyon o era parte de su atuendo habitual? Desconfiando de esto último, recordé su vestimenta cuando la conocí en la emisora y la poca calidad que parecía tener.

Regresando a la actualidad, conversamos en torno a mi apellido real, a la exquisita comida de origen alemán que mi abuela Stella, oriunda de Baviera, cocinaba y a sus próximos exámenes, los cuales la dejarían al borde de graduarse como maestra de enseñanza inicial.

Para cuando aparcamos a varios metros de la entrada principal, tras atravesar una zona boscosa de pinos y rocosa, su sonrisa fue épica.

Dejando la camioneta contra un montículo de tierra y pedregullo pude comprobar que el hecho de ser sábado y el imponente sol de verano, conformaban un día más que fabuloso para disfrutar al aire libre y que no era un genio de la creación por notarlo: muchos vehículos ya estaban en el sitio, provocándome cierta decepción.

Era de esperar que un lugar encantador como aquel estuviese ocupado por familias y numerosos pescadores deportivos que quisieran pasar su jornada allí, donde el tiempo parecía detenerse y los músculos, quitarse peso de encima.

Caminando por una pasarela rodeada por numerosos ejemplares de altos árboles, dimos una primera vista; Paige llevó sus manos a sus labios, asombrada y emocionada en ambas partes.

─¡Esto es lo más parecido al paraíso que he visto en mi vida! ─acusó, riéndose con una jocosidad contagiosa.

─Es una pena que haya tanta gente ─hice una mueca de molestia al ver el tumulto en la orilla del lago y más de veinte pescadores a la vera del lago ─. Pero eso no le quita la belleza.

─Este campamento es precioso. A mí no me disgusta la gente ─dio un golpe suave en mi bíceps. Eché un quejido simpático.

─Vamos a buscar un buen sitio donde quedarnos un rato ─cesta en mano e infaltable guitarra cruzada en la espalda, me adelanté a Paige para guiarla entre la vegetación y escoger un lugar más arriba del nivel cero del sendero.

Alejándonos un poco, yendo hacia un paisaje más árido pero con sombra, nos detuvimos. Extendí una manta sobre una roca más plana y dejé mi guitarra, enfundada en su estuche con fileteados a mano, de pie sobre el grueso tronco del árbol.

─Vandor...esto huele a naftalina ─Paige frunció el ceño, evitando reír.

Llevé la cobija a mi nariz. Apestaba.

─Era lo único decente que conseguí en el armario de mi padre.

─Descuida, lo pasaremos por alto ─cruzó las piernas y aplastó la manta, desestimando mi falta de olfato.

─Esto te da una idea de que lo mío no son las citas ─imitando su postura, comencé a sacar unos recipientes con frutas. Le convidé y aceptó.

─No sé si eso te deja bien parado Vandor.

─¿Por qué?

─Porque puede deducirse que no necesitas de citas para que alguien esté contigo.

Sintonizados: el latir de tu voz - (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora