1898 - Capítulo 5

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La playa donde habitualmente faenaban los pescadores locales estaba prácticamente desierta. Los rumores que corrían entre la población, que presagiaban (y que finalmente se cumplieron) el sitio de Santiago de Cuba, espantó a la mayoría de los pescadores y provocó su huida de la capital, antes de que la profecía se auto-cumpliese. Pocos pescadores permanecieron en Santiago. Los que lo hicieron, aprovecharon la situación para saquear las herramientas, aparejos y utensilios que sus compañeros no habían podido cargar durante su huida. Y en esa tarea se encontraba un marinero acompañado de su mula de carga. El hombre, de ropas raídas, tez morena y pelo y barba canosa, que usaba un palo de madera como bastón, se encontraba en la playa de los pescadores, rebuscando entre los enseres abandonados, cuando pasó algo completamente asombroso. Asombroso para él. Inspeccionando una barcaza abandonada, con un agujero del tamaño de una guayaba, encontró una red de pesca en perfecto estado. Prácticamente nueva, casi, casi sin usar. El marinero se agachó y la cogió para inspeccionarla más de cerca, momento en que percibió como el sol del mediodía, que le daba de lleno en la espalda, se ocultó por un instante. <<Raro, muy raro>> pensó el pescador. Inmediatamente, oyó un estruendo detrás de él, de algo grande y pesado chocando contra la arena de la playa. El pescador se incorporó y se volvió. La mula estaba mirando una especie de concha marina, de dimensiones considerables, reluciente, con gran cantidad de líquenes y algas adheridas al frontal, y que había aterrizado en la playa de los pescadores. El pescador miró a la mula, después a red que tenía en la mano y finalmente a la concha marina. No muy convencido, lanzó la red sobre la concha. Esta impactó en un lateral y se deslizó poco a poco por la concha hasta caer a la arena de la playa. <<No me quiero imaginar el tamaño de la perla que debe haber ahí dentro. Si hubiera alguna forma de abrirla...>> pensó el pescador. Pero para su sorpresa, no tuvo que hacer nada para que la concha se abriera. De un lateral, se dibujaron las líneas de una escotilla y, a los pocos segundos, se abrió hacia arriba. De su interior salieron tres hombres. Uno era asiático y los otros dos de rasgos caucásicos. El primero, portaba una caja de madera, de la que asomaban unos cilindros metálicos. Los caucásicos, unas estrafalarias mochilas, conectadas por medio de un cable, a unos rifles no menos estrafalarios.

-¡La próxima vez, conduciré yo! -gritó Gonzalo.

-¡Querrás decir que navegarás tú! -le corrigió Lo Pang.

-¡Como se diga! -contestó Gonzalo.

-A todo esto, ¿ha habido algún herido? -preguntó Juan.

-Yo estoy un poco mareado, pero sobreviviré -dijo Gonzalo.

-¡Pues yo estoy como una rosa! -dijo Lo Pang.

Cuando los tres bajaron a la playa, se percataron de que el marinero les estaba mirando. Juan se acercó y entre aspavientos varios y grandes muecas, preguntó:

-¡¿TÚ-ENTENDER-MI-IDIOMA, SEÑOR?! -preguntó Juan, gritando, vocalizando cada silaba y remarcando los espacios entre las palabras.

-Sí, señor.

-Eh, una cosa -dijo Gonzalo mientras le hacía un gesto a Juan. Al acercarse, Gonzalo se inclinó sobre su oído y le susurró-. En Santiago de Cuba, por si no lo sabía, se habla español.

-Ya lo sabía -mintió Juan. Se dirigió al marinero y dijo-. Perdone señor, ¿sabría decirme como se llega a...? -Juan se volvió hacia Gonzalo y Lo Pang y preguntó-. ¿A dónde tenemos que ir?

-A la catedral de Santiago -contestó Lo Pang.

-Eso -reafirmó Juan. El pescador alzó la mano, señalando detrás de ellos y dijo.

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