Capítulo 01: También fui un adolescente.

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"En el patio interior de la casa había un largo pasillo con piso enladrillado; varios pilares de madera rústica sostenían la extensión de un pesado techo de tejas coloniales. De uno de esos pilares colgaba, a media altura, un viejo espejo amarrado con alambre a un clavo doblado hacia arriba. En él me miré y, con asombro, vi que mi rostro no era ya el de un escolar".
(Memorias de...)
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Eran los últimos días del año 1969, mes de diciembre; el atardecer era más bien cálido pero frío a la vez. Sentía calor en mi piel; sin embargo, un gélido mariposeo recorría mi estómago, desplazándose hacia mis extremidades inferiores, bajando y subiendo, alterando el ritmo de mi respiración, y causando cierta sequedad en mi boca. Sudaba con aquella sensación de escalofrío inusual. Y no estaba solo; me encontraba junto a otros treinta muchachos de mi edad (algunos menores, a decir verdad); todos correctamente uniformados: pantalón gris; chaqueta de tela, color azul piedra, sin solapas; camisa blanca y corbata de un desteñido color azul cielo. Frente a un improvisado escenario, en el patio del Liceo de Hombres de Cauquenes, se ordenaban casi doscientas sillas que, poco a poco, iban siendo ocupadas por padres, apoderados, profesores y los clásicos invitados de honor, entre ellos un representante eclesiástico (léase cura párroco); el comandante del regimiento, con tenida de gala; el comisario de Carabineros y su señora esposa; el Alcalde..., en fin... autoridades civiles, eclesiásticas y militares (punto). Dos altoparlantes, estratégicamente ubicados, emitían un agudo silbido de acoplamiento, mientras un aparentemente improvisado maestro de ceremonia golpeaba suavemente con sus dedos el micrófono de pedestal, soplando y haciendo pruebas de voz para afinar la claridad del sonido y terminar con el molesto ruido que estaba saliendo por aquellas bocinas (altavoces). Una mezcla de pena, alegría y nerviosismo nos invadía a todos, quienes por última vez vestíamos el clásico uniforme escolar. De la treintena de muchachos, la mitad egresaba con una licencia humanística, mención en letras; la otra mitad, mención matemáticas. Fácil adivinar cual me correspondería. Todos terminábamos satisfactoriamente, ese día, nuestro sexto año de Humanidades; claro, eran otros tiempos... Ni qué decir.

Cuando los relojes marcaban las seis y media de la tarde, comenzó el acto oficial; el rector (un hombre a punto de jubilarse) se lució con un emotivo discurso de despedida; luego vinieron algunos bailes folclóricos, de ambientación chilota; uno que otro dúo de "cantantes" locales y, finalmente la entrega de las respectivas licencias secundarias, a cada uno de nosotros (con la excepción de algunos que se las entregaron bajo ciertas condicionantes... y a otros... mucho después)  teniendo como fondo musical al coro del liceo, interpretando repetitivamente la simbólica Canción del Adiós, que envolvía a todos los presentes y, particularmente a nosotros que la sentíamos ingresar por los oídos invadiéndonos hasta la mismísima médula de nuestros jóvenes huesos. Hubo un incidente, sí, pero eso es otra historia... muy larga.

Recuerdo el instante preciso en el que se me hizo entrega de aquel documento; el fuerte apretón de mano de quien fuera mi profesor jefe; los buenos deseos para mi futuro y... Fin a mi etapa de estudiante secundario; no más corbata azul cielo; no más chaqueta azul piedra, sin solapas; no más pantalones rigurosamente planchados; no más llamados de atención por tener el cabello "un poquito largo", según el inspector. Y, sí, el comienzo de muchas cosas más. Supongo que a todos les debe pasar lo mismo; sentir que ese es el momento en que comenzamos una nueva vida, dejando atrás la adolescencia, convirtiéndonos en adultos sin aún saber lo que el destino nos depararía... Iniciamos así la primera curva en la desconocida carretera de la vida.

MEMORIAS DE UN MINERO. Con historias en el cuerpo. La novela.Where stories live. Discover now