II. Penas pt.1

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—¡Ah mamá! No lo recordaba —dijo sacando la carta debajo de la almohada—. Pero no te molestes, aquí la tengo.

—Espero que no me la quisieras ocultar para siempre —contestó Úrsula—. En fin, dámela.

Y después de tomarla bruscamente de las manos de su hijo leyó:

Querido hijo;

Te escribo para asegurarme de que te encuentres bien y para que estés enterado antes que nadie sobre una noticia importante; mi viaje de vuelta a Münchenstein estaba planeado para mañana en la tarde pero ha sucedido algo que lo ha retrasado por unos días más.

No quisiera que tu madre se enterara de esto aún, ya la conoces y sabes que se molestaría al saber que no regreso el día que le prometí.

El suceso que me ha obligado a quedarme es un poco complicado de explicar y aún más porque estás pequeño. Algún día entenderás, pero por ahora te puedo decir que he encontrado mi verdadera razón para vivir. Claro, tú también eres mi razón de vida, pero esto... es algo más que me complementa y no puedo abandonar la pasión de un día para otro. La descubrí apenas dos días atrás y por ello necesito quedarme para experimentar, conocerla un poco más y poder decidir si quedarme o no con ella. Te escribiré pronto.

-Gerald de Cabot.

Al leer esto, Úrsula se ofendió tanto que hizo un gesto tan ridículo y enfadado a la vez, y arrugando el papel lo hizo bola.

—¡Mamá ¿Qué haces?! —Exclamó furioso Frederick.

—Destruyo esta porquería.

Y sin decir más salió molesta de la habitación dando tras ella un portazo.

Mientras tanto, Galiana aprovechó y no salió de la casa sin antes tomar algo de papilla y un poco de leche para el niño. Después de unos minutos llegó a la casa de su tía, quien por suerte para Galiana no estaba en casa. Volvió a acceder por la puerta con facilidad y entró corriendo a la habitación del cofre, lo abrió y encontró al niño, pero le notó algo diferente; las grandes manos que ella había visto ya no tenían el mismo tamaño, sino que estaban más pequeñas, como las de un bebé común y corriente, y sus uñas negras ya no estaban igual de puntiagudas.

Esto hizo dudar aún más a Galiana si lo que vio antes fue solo una exageración de su mente o fue completamente real.

Fuera de esto todo seguía igual; su color de piel, sus brazos y piernas, el pequeño monstruo era el mismo.

Lo sacó del cofre y le sorprendió que aquel seguía con las mismas fuerzas a pesar de estar encerrado allí por horas y sin comer.

—Hola pequeño —dijo Galiana tomando al niño—, te he traído un poco de papilla.

Y sacó del mandil un recipiente no tan grande, lo abrió y en seguida, con una cuchara pequeña, le dio al niño un poco. Éste, al no saber qué era, lo aceptó tranquilamente y lo comió. La siguiente cucharada, no fue tan gustosa como la primera, ni la tercera como la segunda, y así sucesivamente el niño rechazaba cada vez más el alimento de la nana hasta llegar al punto donde su boca se mantuvo cerrada con fuerza.

—¡Ah, parece que no te ha gustado tanto! Pero me sorprende que a pesar del hambre que debes tener no aceptes la comida.

De nuevo acostó al niño en el baúl, lo percinó y le dijo: —por favor pórtate bien, no quiero que nadie te encuentre.

Galiana salió lentamente de la habitación y en el momento que abrió la puerta principal se encontró de frente de una pequeña anciana.

—¡Tía! ¡Dios mío! —Exclamó estupefacta dirigiéndose a la viejilla canosa y de piel arrugada—. ¿De dónde has salido?

El DesdichadoWhere stories live. Discover now