Espacios reducidos y amores dilatados
Cincuenta y tres cubículos de dos por cuatro metros por piso. Seis pisos. Un edificio. Seis años.
Arbeen nunca pensó que, en el lugar donde nacía su infelicidad, también podría nacer un amor tan fuerte como para hacerlo llegar temprano al trabajo que odiaba; como para hacer fila por más de veinte minutos por un té que a ella le gustaba y a él no, y lo suficientemente fuerte como para derribar todos los malditos paneles grises que separaban sus cubículos.
Shelly, la nueva, que usaba falda sobre los jeans, era otra historia. Ella amaba lo que hacía.
No era nada extraordinario ni que pudiese modificar el mundo, o algo que le permitiese dejar su huella, pero maquetar libros era su pasión: cada página necesitaba un número, cada título una linda tipografía y cada escritor de su ayuda.
Cuando se conocieron el primero de diciembre en el cuarto piso a las veinte horas, tres minutos y cuatro segundos, algo pasó.
Ordinario o extraordinario, según como lo mires: se llamaron la atención.
Se gustaron.
Se buscaron.
Esta es una historia llena de primeros pasos y de ninguno que marque el final, porque acabe cuando aparente acabar, Arbeen y Shelly se seguirán gustando incluso cuando termines de leer este relato y se pierda en tu memoria con el paso del tiempo.
Porque las palabras son imborrables, son eternas. Muera quien muera, muera lo que muera, siempre seguirán allí.
Los sentimientos que nacieron de por medio también.
Arbeen y Shelly continuarán.
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Té de luna
RomanceArbeen era el Grinch de la Navidad, pero cuando llegó Shelly quiso audicionar para el papel de Santa.