12. Veintinueve Latigazos

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Condenada

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Veintinueve Latigazos

Liah había podido acostumbrarse muy fácilmente a eso: tener la mirada fija durante tiempo que para ella era indefinido en la princesa, mientras que esta pretendía no sentir su mirar y leía un libro seleccionado al azar que al cabo de unas diez páginas la había enganchado.

Con el consentimiento de sentarse en el extremo más alejado de la mesa, todo lo que hacía era eso: observarla. Sin pensar demasiado, sin tener la intención de encontrar demasiados detalles sobre ella, sin apenas detenerse a hacer notar para sí misma lo extraordinariamente bella que era.

Si no hacía nada, si no pensaba nada, si siquiera se atrevía a conservar la mirada inocente sobre ella cuando se giraba, sin que tuviese que ser en su dirección, ¿por qué lo hacía?

Sencillo: porque podía.

Y es que podía mirarla. Se le había sido otorgado un consentimiento explícito, e incluso había recibido varias órdenes de su parte, para que le mirase directamente.

Claro que, mientras le devolvía la mirada, lo que hacía ahora casi inconscientemente se volvía una tarea prácticamente insostenible.

No estaba acostumbrada a eso y por ello bajaba la mirada cada vez que la princesa hacía un movimiento con el que sacase la vista del libro.

Quizá lo hacía para acostumbrarse. Su ama tenía expresos deseos de que fuese capaz de verle a los ojos –por razones más allá del conocimiento y la imaginación de la loba–, y ella, como su esclava –o mascota, todavía no lo sabía–, debía cumplir sus deseos.

Sí, esa sería la excusa que daría si le preguntase por qué le miraba de esa forma. Porque, en realidad, el verdadero motivo era otro:

Le gustaba poder mirarla.

Y a Adara le gustaba que le mirase con tanta devoción sin darse cuenta siquiera de que lo hacía.

La siguiente vez que tuvo que apartar la mirada de su ama no fue por un intencional movimiento de cabeza tras el cual tener que reprimir una sonrisa por lo adorable que podía resultar su pequeña mascota, sino por el sonido de la puerta abriéndose.

El Despertar de los Matualeos sería dentro de dos meses, y la ceremonia más vistosa de todos los reinos requería de gran protocolo. Lo que significaba que miembros de la realeza, líderes de casa nobles y representantes de Condes y Duques transitaban diariamente por la mansión.

Adara no comprendía por qué tanto esmero. Los nobles Upiros más influyentes de todas las tierras ya habían recibido las invitaciones, y todos sabían mejor que bien que era obligatoria la asistencia a la ceremonia.

Nadie pintaba demasiado allí, era una burda ostentosidad, sabían dónde se llevaría a cabo y conocían de cabo a rabo los reglamentos que debían cumplir una vez ponían un pie en la mansión de Lord Luther, incluso cuando esa era la primera celebración del evento, si no se contaba cuando Charles y Margareth fueron a dormir.

Por eso no comprendía el afán de su padre por invitar de antemano a los nobles con el fin de «ultimar detalles». O, mejor dicho, lo que no entendía era por qué se molestaba en poner esa excusa.

Porque no había noche en la que no se pasase por la biblioteca al menos dos de los invitados de su padre a presentar sus «cordiales saludos» y quedársele mirando más de lo estrictamente necesario. Era uno de los motivos por los que pasaba más noches en el bosque que en la fortaleza.

Sin embargo, su padre le había pedido –exigido, más bien– que procurase salir solo a las cacerías importantes, puesto que su presencia como princesa era necesaria en la mansión con todos los preparativos para el Despertar, entre otros asuntos a atender.

CondenadaWhere stories live. Discover now