CAPÍTULO 1

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—¡Vamos, Liz, no te quedes atrás!

—Vamos a jugarle una broma —propuso Michael de pronto.

—A mi hermana no le gustan las bromas —repuso Paul.

—No seas aburrido, nos esconderemos y creerá que estamos perdidos. La dejaremos que nos busque un par de cuadras y luego aparecemos entre la multitud.

—Está bien, vamos, pero te aseguro que no estará nada contenta.

Diane avanzaba, mezclándose entre la gente que desfilaba, celebrando el carnaval, por la avenida principal. Escuchó que su hermano gritaba, pero no le entendió, y levantó su mano para que viera dónde estaba. Entre tanta gente, se hacía difícil caminar, y sentía que los chicos se alejaban cada vez más. Un hombre vestido con un disfraz de Fauno la tomó de la cintura para danzar, ella dejándose llevar por el ambiente le siguió la corriente hasta que se dio cuenta que su hermano y su amigo habían desaparecido. Se zafó del abrazo del Fauno y se dio a la tarea de buscar a los mocosos.

—Cuando los encuentre no se salvarán del tirón de orejas —refunfuñaba mientras miraba con atención la muchedumbre.

De pronto le pareció verlos a lo lejos cuando dio vuelta la esquina. Dirigió sus pasos hasta allí, solo para encontrarse con un parque marcando el fin de la avenida. Miró la plaza y se veía desierta, claro, si toda la gente estaba en el carnaval. Consultó su reloj, ya casi era media noche. A pesar de la multitud, Liz se vio sola en la calle, meditando si volver al carnaval o cruzar hasta el parque. La furia que sentía en un primer momento, se había transformado en una desesperación muy fuerte que le oprimía el pecho.

A pesar de que el lugar se veía desierto, se decidió a cruzar de todas maneras, con tanta gente bailando cerca, dudaba de que fuera peligroso.

—Cuándo te encuentre Paul, ya verás. Y ese Michael se irá directo a su casa en el primer vuelo.

Diane hablaba sola mientras caminaba por la acera, era un recurso que utilizaba siempre que sentía temor. Recordó que ella le había dicho a su padre que no llevaran al amigo de Paul de vacaciones, ¿para qué? Si las vacaciones en Alemania habían sido idea de ella para celebrar que se había graduado con honores de restauradora en la Escuela de Arte. Sin embargo, su hermano, que estaba en la edad en que los chicos andan acompañados de sus compinches a todas partes, había insistido en llevar a su amigo, y como sus padres no sabían decir no, se había salido con la suya. Y ahí estaba ahora, sin saber por dónde buscar, en un país desconocido en donde apenas sabía decir hola o pedir cerveza.

De pronto le pareció escuchar una risa de hombre, seguro que eran los chicos escondidos burlándose de ella. Caminó hacia donde provenían las risas y los llamó en voz alta.

—¡Paul! ¡Michael! ¡Salgan de su escondite, ya es hora de volver al hotel!

De inmediato apareció una sombra de detrás de un árbol.

—¿Paul?

Antes que pudiera reaccionar, Liz, se vio envuelta por algo o alguien. Le dio un empujón con todas sus fuerzas y lo único que alcanzó a ver fueron unos ojos brillantes, encendidos como los de un animal en la oscuridad. Los ojos la miraron dominantes. Liz se quedó clavada en su sitio, sabía que algo malo estaba a punto de ocurrir, pero no era capaz de gritar y menos aún correr. Dos manos como garras la atrajeron con rapidez para darle un abrazo mortal.

Escuchó un sonido de algo que se rompía y luego succionaban muy cerca de su oído. No sabía que se trataba de su propio cuello siendo desgarrado, que su propio cuerpo era el receptáculo de la bebida más apetecida por este ser infernal. En cuestión de segundos sus brazos y piernas se aflojaron como si fuera una muñeca de trapo, sus ojos se quedaron mirando al vacío y el ultimo pensamiento que su mente alcanzó a procesar fue que jamás trabajaría en el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York.

Diane quedó tirada en el suelo con su cuerpo desmadejado, pronto se llenó de curiosos y alguien llamó una ambulancia.

—¿Está muerta?

—No. Aún respira. ¡Llama a emergencias!

Cuando llegaron los paramédicos a examinar a Liz, la declararon muerta pues no tenía signos vitales. El médico de urgencias estuvo de acuerdo con el diagnóstico y llenó una ficha en la que decía:

Liz Saunders, ciudadana de los Estados Unidos según consta en su identificación. El cadáver presenta algunos hematomas y mordidas en el cuello. Se procederá a la autopsia de rigor para determinar la causa exacta de su muerte. 23:30 Hrs. Colonia, 20 de febrero de 2014.

Luego de esto fue trasladada a la morgue para meterla dentro de uno de los enormes nichos de acero, adosados a la pared, en espera de la autopsia.

—Era hermosa —comentó uno de los encargados, un hombre mayor de calva brillante.

—Qué mala suerte morir tan lejos del hogar —acotó la médica forense—. Vamos, Franz. Aún debemos terminar con la mujer del asilo. Tenemos varios antes de pasar a la chica.

—Lo sé, Ingrid.

Los profesionales se alejaron dejando a Liz, encerrada en su mortaja de acero. Aparentemente para ella había terminado su existencia que había sido bastante breve. Ya no habría más amaneceres, más puestas de sol en la playa, ni más diversión junto a sus amigas, y menos aún cumpliría su sueño de restaurar las grandes obras que se guardaban en las bodegas del Museo Metropolitano, y por qué no, en el mundo entero.

Liz Saunders, de veinte años, desaparecía para siempre en esa noche de festival en Colonia.


La resurrección de Liz (Cuento)जहाँ कहानियाँ रहती हैं। अभी खोजें