Capítulo 6

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Le había estado pidiendo a Buddy que me mostrara algunas escenas de hospital realmente interesantes, de manera que un viernes me escapé de clase, salí por un largo fin de semana y él me asignó las tareas. Comencé por ponerme una bata blanca y sentarme en un alto taburete en medio de un cuarto donde había cuatro cadáveres, mientras Buddy y sus amigos los abrían. Aquellos cadáveres tenían un aspecto tan inhumano que no me molestaron en lo más mínimo. Tenían una piel negro púrpura, correosa, tiesa, y olían como frascos de encurtidos viejos. Después, Buddy me hizo salir a un pasillo donde tenían enormes botellas de vidrio llenas de bebés que habían muerto antes de nacer. El bebé de la primera botella tenía una gran cabeza blanca doblada sobre un diminuto cuerpo curvado del tamaño de una rana. El bebé de la botella siguiente era más grande, el de la siguiente aún mayor y el que estaba dentro de la última botella tenía el tamaño de un bebé normal y parecía mirarme con una sonrisa de cerdito. Estaba muy orgullosa de la calma con que observaba todas aquellas cosas horribles. La única vez que di un salto fue cuando apoyé el codo en el estómago del cadáver que le correspondía a Buddy, para poder ver cómo disecaba un pulmón. Al cabo de un minuto o dos percibí algo ardiente en el codo y se me ocurrió que el cadáver bien podría estar medio vivo, puesto que todavía estaba tibio, de modo que me levanté de un salto de mi taburete con una exclamación. Entonces, Buddy me explicó que la sensación ardiente sólo se debía al líquido conservador y volví a sentarme en mi anterior posición.

Durante la hora anterior al almuerzo, Buddy me llevó a una conferencia sobre la anemia perniciosa y algunas otras enfermedades igualmente deprimentes, en la que exhibían pacientes en camilla sobre una plataforma, les hacían preguntas, luego se los llevaban y proyectaban diapositivas en color. Una de las diapositivas que recuerdo mostraba a una muchacha hermosa y sonriente, con un lunar negro en la mejilla. «Veinte días después de la aparición de ese lunar, la chica estaba muerta», dijo el doctor, y todo el mundo guardó silencio durante un minuto, sonó la campana y así nunca supe realmente qué era el lunar o por qué había muerto la chica. Por la tarde fuimos a ver un parto. Primero encontramos un armario con ropa blanca en el corredor del hospital, de donde Buddy sacó una máscara blanca para mí y un poco de gasa. Un estudiante de medicina, alto y gordo, grande como Sidney Greenstreet, haraganeaba por los alrededores, observando a Buddy enrollar la gasa alrededor de mi cabeza hasta que mi pelo estuvo completamente cubierto y sólo los ojos asomaban de la máscara blanca. El estudiante de medicina soltó una risita desagradable. —Al menos tu madre te quiere —dijo. Yo estaba tan ocupada pensando en lo gordo que era y en lo desafortunado que es para un hombre y en especial para un hombre joven ser gordo, porque qué mujer podría soportar apoyarse sobre ese enorme vientre para besarlo, que no me di cuenta inmediatamente de que lo que me había dicho era un insulto. Pero cuando comprendí que debía tener un alto concepto de sí mismo y se me escurrió un comentario cortante respecto de cómo sólo una madre puede querer a un hombre gordo, ya se había ido. Buddy estaba examinando una extraña placa de madera colocada en la pared, con una fila de agujeros comenzando con uno del tamaño de un dólar de plata y terminando con uno del tamaño de un plato de mesa. —Perfecto, perfecto —me dijo—; alguien está a punto de tener un bebé en este momento. Junto a la puerta de la sala de partos había un estudiante de medicina, delgado y de hombros caídos, a quien

Buddy conocía. —Hola, Will —dijo Buddy—, ¿quién está de guardia? —Yo
—dijo ominosamente; y me di cuenta de que pequeñas gotas de sudor surcaban su pálida y alta frente—. Yo estoy de guardia y es el primero que me toca. Buddy me explicó que Will estaba en tercer año y que tenía que atender ocho partos antes de graduarse. Entonces reparamos en un tumulto al final del pasillo y unos hombres en batas de color verde lima y mascarillas y unas enfermeras avanzaron hacia nosotros en confusa procesión, empujando una camilla que llevaba un enorme bulto blanco encima. —Tú no deberías ver esto —murmuró Will en mi oído—. Nunca vas a querer tener un bebé si ves esto. No deberían dejar que las mujeres lo presenciaran. Será el fin de la especie humana. Buddy y yo reímos, y luego Buddy estrechó la mano de Will y entramos todos en la habitación. Me impresionó tanto el ver la mesa a la que subían a la mujer, que no dije una palabra. Parecía una horrible mesa de torturas, con estribos de metal fijos en el aire en un extremo, y toda clase de instrumentos, alambres y tubos que no pude identificar en el otro. Buddy y yo nos situamos junto a la ventana, a un par de metros de distancia de la mujer, desde donde teníamos una visión perfecta. El estómago de la mujer estaba tan alto que yo no podía ver su cara ni la parte superior de su cuerpo. Parecía no tener más que un enorme estómago de araña y dos piernas pequeñas y feas encajadas en los altos estribos, y durante todo el tiempo en que el bebé estuvo naciendo no dejó de hacer un ruido aullante e inhumano. Más tarde Buddy me contó que la mujer estaba bajo los efectos de una droga que le haría olvidar que había sentido algún dolor y que, al clamar y gemir, no sabía realmente lo que estaba haciendo, pues estaba sumida en una especie de sueño crepuscular. Pensé que éste sería precisamente el tipo de droga que un hombre inventaría. Había allí una mujer con terribles dolores, sintiéndolos evidentemente, segundo a segundo, o no gritaría así, y se iría directamente a su casa y empezaría otro bebé, porque la droga le haría olvidar cuan horrible había sido el dolor, mientras constantemente, en alguna parte secreta de su ser, aquel corredor de dolor, largo, ciego, sin puertas, sin ventanas, esperaba para abrirse y volver a cerrarse tras ella nuevamente. El médico jefe, que supervisaba a Will, no dejaba de decirle a la mujer: —Empuje, señora Tomolillo, empuje, así, buena chica, empuje —y finalmente, a través del hendido y afeitado lugar de entre sus piernas, cárdeno por el desinfectante, vi salir una cosa oscura, peluda. —La cabeza del bebé —musitó Buddy, por debajo de los gemidos de la mujer. Pero la cabeza del bebé se atascó por alguna razón y el médico le dijo a Will que tendría que hacer una incisión. Oí las tijeras al cerrarse sobre la piel de la mujer, como sobre una tela y la sangre empezó a correr: un fiero, brillante rojo. Entonces, súbitamente, el bebé pareció salir despedido y caer en manos de Will, del color de una ciruela azul, espolvoreado de sustancia blanca y con estrías de sangre, y Will empezó a decir: «Se me va a caer, se me va a caer», con voz aterrorizada. —No, no se te caerá —dijo el doctor y tomó el bebé de manos de Will, y comenzó a darle masajes, y el color azul desapareció y el bebé se echó a chillar con una voz solitaria, graznadora, y pude ver que era un niño. Lo primero que hizo el bebé fue mear en la cara del doctor. Le dije a Buddy más tarde que no comprendía cómo podía ser eso, pero él dijo que era posible, aunque inusitado, ver suceder una cosa así. Tan pronto como el bebé nació, la gente que estaba en la habitación se dividió en dos grupos, las enfermeras ataban una placa metálica de identificación de perros a la muñeca del bebé y restregaban sus ojos con palillos recubiertos de algodón en los extremos, lo envolvían y lo ponían en una cunita de lona, mientras el doctor y Will comenzaban a coser el corte de la mujer con una aguja y un largo hilo. Creo que alguien dijo: «Es un niño, señora Tomolillo», pero la mujer no respondió ni alzó la cabeza. —Bueno, ¿qué tal estuvo? —preguntó Buddy con expresión satisfecha mientras cruzábamos el verde cuadrilátero rumbo a su cuarto. —Maravilloso —dije—. Podría ver algo así cada día. No me animé a preguntarle si había otras maneras de tener bebés. Por alguna razón lo más importante para mí era el hecho de ver salir al bebé de una misma y tener la seguridad de que es el de una. Pensé que ya que era necesario soportar ese dolor de todas maneras, daba lo mismo permanecer despierta. Siempre me había imaginado a mí misma apoyándome sobre los codos en la mesa de partos después que todo hubiera terminado, mortalmente pálida, por supuesto, sin maquillaje y debido a la terrible prueba, pero sonriente y radiante, con el cabello suelto hasta la cintura tendiendo las manos hacia mi primer bebé, pequeño y pataleante, y diciendo su nombre, cualquiera que fuese. —¿Por qué estaba todo cubierto de harina? —pregunté entonces para mantener la conversación, y Buddy me habló de la sustancia serosa que resguardaba la piel del bebé. Cuando volvimos a la habitación de Buddy, que me recordaba sobre todo a la celda de un monje, con sus paredes desnudas y su cama desnuda y su suelo desnudo y el escritorio soportando el peso de la Anatomía de Gray y otros enormes, horrendos libros, Buddy encendió una vela y destapó una botella de Dubonnet. Entonces nos tendimos juntos sobre la cama y Buddy bebió su vino a sorbos mientras yo leía en voz alta «un lar al que no he ido nunca» y otros poemas de un libro que había traído conmigo. Buddy dijo que suponía que en la poesía debía de haber algo, si una chica como yo pasaba el día pendiente de ella, pues cada vez que nos reuníamos yo le leía algo de poesía y le explicaba lo que encontraba en ella. Fue idea de Buddy. Él siempre organizaba nuestros fines de semana de manera que nunca tuviéramos que lamentar ninguna pérdida de tiempo. El padre de Buddy era maestro y creo que Buddy hubiera podido ser maestro también; siempre estaba tratando de explicarme cosas y de inculcarme algún nuevo  conocimiento.  De pronto, después de terminar un  poema,  dijo:
—Esther, ¿has visto un hombre alguna vez? Por la forma en que lo dijo, supe que no quería decir un hombre corriente o un hombre en general, supe que quería decir un hombre desnudo. —No —dije—. Sólo estatuas. —Bueno, ¿no crees que te gustaría verme? No supe qué decir. Mi madre y mi abuela habían empezado a insistir mucho últimamente en la cuestión de cuán fino, limpio muchacho era Buddy Willard, proveniente de una tan fina, limpia familia y cómo todo el mundo en la iglesia decía que era una persona ejemplar, tan amable con sus padres y la gente mayor, así como también tan atlético, tan buen mozo y tan inteligente. Todo lo que había oído en realidad se refería a lo fino y limpio que era Buddy y a que era la clase de persona para la cual una chica debía conservarse fina y limpia. De modo que, realmente, yo no veía nada malo en lo que Buddy decidiera hacer. —Bueno, muy bien, creo que sí —dije. Contemplé a Buddy mientras bajaba la cremallera de sus pantalones vaqueros y se los quitaba y los ponía sobre una silla y luego se quitaba los calzoncillos, que estaban hechos de algo parecido a una malla de nailon. —Son muy frescos
—explicó— y mi madre dice que se lavan fácilmente. Luego, simplemente se quedó parado frente a mí y yo seguí mirándolo. No pude pensar más que en el pescuezo y la molleja de un pavo y me sentí muy deprimida. Buddy parecía herido porque yo no decía nada. —Creo que deberías acostumbrarte a mí en esta forma —dijo—. Ahora, déjame verte. Pero desvestirme delante de Buddy me apetecía casi tanto como tomarme la foto de pose en la universidad, donde una tiene que colocarse desnuda ante una cámara, sabiendo en todo momento que la foto de una, desnuda y tiesa, de frente o de perfil, va a parar al archivo del gimnasio para ser calificada A, B, C o D, de acuerdo con la esbeltez que se tenga. —Oh, otro día —dije. —Muy bien —Buddy se volvió a vestir. Entonces nos besamos y acariciamos durante un rato y me sentí un poco mejor. Me bebí lo que quedaba del Dubonnet y me senté con las piernas cruzadas en un extremo de la cama de Buddy y le pedí un peine. Comencé a peinar mi cabello hacia abajo y sobre mi cara, de manera que Buddy no pudiera verla. —Buddy, ¿has estado enredado con alguien alguna vez? No sé qué me llevó a decirlo, simplemente las palabras escaparon de mi boca. Nunca pensé, ni por un minuto, que Buddy Willard pudiera tener un enredo con nadie. Esperaba que me dijera:
«No, he estado reservándome para cuando me case con una muchacha pura y virgen como tú.» Pero Buddy no dijo nada, sólo se puso rojo. —Entonces, ¿sí o no? —¿Qué quieres decir con «enredado»? —preguntó Buddy con voz hueca.
—Ya sabes, ¿alguna vez te has acostado con alguien? Me seguía peinando el pelo rítmicamente, hacia abajo y sobre el lado de mi cara que estaba más cerca de Buddy, y sentía cómo los pequeños filamentos eléctricos se adherían a mis mejillas calientes y quise gritar: «Detente, detente, no me lo digas, no digas nada.» Pero no lo hice, simplemente me quedé quieta. —Bueno, sí, lo he hecho
—dijo Buddy finalmente. Estuve a punto de desmayarme. Desde la primera noche en que Buddy me besó y dijo que yo debía de salir con muchos chicos, me hizo sentir que era mucho más atractiva y experimentada que él y que todo lo que él hacía, como abrazarme, besarme y acariciarme era simplemente lo que yo le inducía a hacer y él, como caído del cielo, no podía evitarlo y no sabía cómo ocurría. Ahora veía que sólo había estado fingiendo durante todo ese tiempo ser inocente. —Cuéntame eso. —Me peinaba el cabello lentamente una y otra vez, sintiendo los dientes del peine hundirse en mi mejilla a cada pasada—, ¿Quién era ella? Buddy pareció aliviado de no verme enfadada. Hasta pareció aliviado de tener a alguien a quien contarle cómo fue seducido. Por supuesto, alguien había seducido a Buddy, Buddy no había empezado y realmente no había tenido la culpa. Fue aquella camarera del hotel en que había trabajado como botones el verano anterior en Cape Cod. Buddy había notado que lo miraba de una forma rara y que apretaba sus senos contra él en la confusión de la cocina, de modo que, finalmente, un día le preguntó qué le pasaba y ella lo miró a los ojos y le dijo: —Te deseo. —¿Servido con un poco de perejil? —rió Buddy inocentemente. —No —dijo ella—, una noche. Y es así como Buddy perdió su pureza y su virginidad. Al principio pensé que seguramente sólo había dormido con la camarera la primera vez, pero cuando le pregunté cuántas veces, sólo para convencerme, él dijo que no recordaba sino un par de veces por semana durante el resto del verano. Multipliqué tres por diez y obtuve treinta, lo que parecía estar más allá de cualquier justificación. Algo se enfrió en mi interior. De vuelta en el colegio comencé a preguntar una a una, a las alumnas del último año, qué harían si un chico al que conocieran les dijera de pronto que en un verano había dormido treinta veces con una sucia camarera, al poco tiempo de haberlas conocido a ellas. Pero aquellas alumnas del último año decían que en su mayoría los chicos eran así y que honestamente no se les podía acusar de nada, al menos hasta que no se saliera formalmente con ellos o se estuviera comprometida para casarse. De hecho, no era la idea de que Buddy durmiera con alguien lo que me molestaba. Quiero decir que yo había leído muchas cosas acerca de toda clase de personas que duermen juntas, y si hubiera sido cualquier otro muchacho le hubiera simplemente preguntado por los detalles más interesantes y tal vez me hubiera decidido a dormir con alguien yo misma para que quedásemos empatados, y no hubiera pensado más en el asunto. Lo que no podía soportar era que Buddy hubiera fingido que yo era tan provocativa y él era tan puro, cuando todo el tiempo había estado enredado con aquella camarera libidinosa y deben haber tenido la sensación de estar riéndose en mi cara. —¿Qué piensa tu madre de esa camarera? —le pregunté a Buddy ese fin de semana. Buddy estaba asombrosamente ligado a su madre. Se pasaba la vida citando lo que ella decía acerca de las relaciones entre un hombre y una mujer y yo sabía que la señora Willard era una verdadera fanática en lo tocante a la virginidad, tanto de hombres como de mujeres. Cuando fui a cenar por primera vez a su casa, me lanzó una extraña, astuta, escrutadora mirada, y comprendí que estaba tratando de averiguar si yo era virgen o no. Tal como lo preveía, Buddy quedó desconcertado. —Mi madre me preguntó acerca de Gladys —admitió. —Bien, ¿qué le dijiste? —Le dije que Gladys era libre, blanca, y que tenia veintiún años. Pero yo sabía muy bien que Buddy nunca le hablaría a su madre tan rudamente. Estaba siempre diciendo que su madre decía: «Lo que un hombre quiere es una compañera y lo que una mujer desea es seguridad infinita», y «El hombre es una flecha lanzada hacia el futuro, y la mujer es el lugar donde ésta es lanzada», hasta cansarme. Cada vez que yo intentaba discutir, Buddy decía que su madre aún obtenía placer con su padre y que acaso eso no era maravilloso en gente de su edad. Bueno, yo acababa de decir que terminaría de una vez por todas con Buddy Willard, no porque hubiera dormido con aquella camarera, sino porque no tenía las suficientes agallas para admitirlo frente a todo el mundo y enfrentarse a ello como parte de su carácter, cuando sonó el teléfono del pasillo y alguien dijo con un sonsonete de inteligencia: —Es para ti, Esther, desde Boston. Pude adivinar de inmediato que algo andaba mal, porque Buddy era la única persona que yo conocía en Boston, y él nunca me llamaba desde larga distancia porque era mucho más caro que las cartas. Una vez, cuando tuvo un mensaje para mí que quería que me llegara inmediatamente, estuvo dando vueltas por el vestíbulo de la Escuela de Medicina preguntando si alguien iría en coche a mi colegio ese fin de semana y por supuesto alguien iba a ir, así que le dio una nota para mí y la recibí el mismo día. Ni siquiera tuvo que pagar sello. Era Buddy. Me dijo que la radiografía que les hacían anualmente en el otoño mostraba que había cogido una tuberculosis y que había recibido una beca para estudiantes de medicina con tuberculosis, para ir a un sanatorio en los Adirondacks. Luego me dijo que no le había escrito desde aquel último fin de semana y que esperaba que nada hubiera pasado entre nosotros, y si no podría yo por favor tratar de escribirle por lo menos una vez por semana e ir a visitarlo a ese sanatorio durante mis vacaciones de Navidad. Nunca había oído a Buddy tan trastornado. Estaba muy orgulloso de su perfecta salud y siempre me decía que era psicosomático cuando se me tapaba la nariz y no podía respirar. Yo pensaba que ésa era una actitud extraña en un médico y que tal vez él debiera estudiar para ser psiquiatra, pero, por supuesto, nunca me decidí a decírselo. Le dije a Buddy cuánto sentía lo de la tuberculosis y prometí escribir, pero cuando colgué no sentí la menor tristeza. Sólo sentía un gran alivio. Pensé que la tuberculosis bien pudiera ser un castigo por la doble vida que Buddy vivía y por sentirse tan superior a las demás personas. Y pensé en lo conveniente que era el no tener que anunciar en la universidad que había roto con Buddy y comenzar con el aburrido asunto de las citas otra vez. Me limité a decirle a todo el mundo que Buddy tenía tuberculosis y que estábamos prácticamente comprometidos, y cuando me quedaba estudiando los sábados por la noche, todos eran extremadamente amables conmigo porque pensaban que yo era tan valiente, trabajando como lo hacía sólo por ocultar un corazón destrozado.

La Campana de Cristal. Silvia PlathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora