Capítulo 11

162 3 0
                                    

La sala de espera del doctor Gordon era silenciosa y beige. Las paredes eran beige, y las alfombras eran beige, y las sillas y sofás tapizados eran beige. No había espejos ni cuadros, sólo certificados de diferentes escuelas de medicina, con el nombre del doctor Gordon en latín, colgados en las paredes. Helechos colgantes de un verde pálido y hojas puntiagudas de un verde mucho más oscuro llenaban los potes de cerámica que estaban sobre la mesa de las revistas.

Al principio me preguntaba por qué la habitación parecía tan segura. Luego me di cuenta de que era porque no tenía ventanas. El aire acondicionado me hacía tiritar. Todavía llevaba la blusa blanca y la falda campesina de Betsy. Estaban un poco ajadas ahora, puesto que no las había lavado en las tres semanas que llevaba en casa. El algodón sudado despedía un olor acre, pero amistoso. Tampoco me había lavado el pelo en tres semanas. No había dormido en siete noches. Mi madre me dijo que debía de haber dormido pues era imposible no dormir en todo ese tiempo, pero si dormí fue con los ojos muy abiertos, ya que había seguido el verde, luminoso curso del segundero, del minutero y de las manecillas que marcan las horas en el reloj de la mesilla de noche a través de sus círculos y semicírculos, cada noche durante siete noches, sin perder un segundo, ni un minuto, ni una hora. La razón por la que no había lavado mi ropa ni mi pelo era que me parecía de lo más tonto hacerlo. Veía los días del año extendiéndose ante mí como una serie de brillantes cajas blancas, y separando una caja de otra estaba el sueño, como una sombra negra. Sólo que pare mí la larga perspectiva de sombras que separaban una caja de la siguiente había desaparecido repentinamente, y podía ver día tras día resplandeciendo ante mí como una blanca, ancha, infinitamente desolada avenida. Parecía tonto lavar un día cuando tendría que volver a lavar al siguiente. El solo pensar en eso me hacía sentir cansada. Quería hacer todo de una vez por todas y terminar.

El doctor Gordon le daba vueltas a un lápiz de plata. —Su madre me dice que está usted trastornada. Me enrosqué en la cavernosa silla de cuero y me encaré con el doctor Gordon por sobre un acre de escritorio extraordinariamente pulido. El doctor Gordon esperó. Golpeó ligeramente con su lápiz — tap, tap, tap— en el pulcro campo verde de su papel secante. Sus pestañas eran tan largas y espesas que parecían artificiales. Juncos de plástico negro orlando dos piscinas verdes, glaciales. Las facciones del doctor Gordon eran tan perfectas que era casi guapo. Me había imaginado a un hombre bondadoso, feo, intuitivo, que me miraría y diría «¡Ah!» alentadoramente, como si pudiera ver algo que yo no veía, y entonces yo encontraría palabras para decirle lo asustada que estaba, como si me estuvieran metiendo más y más adentro en un saco negro sin aire, sin salida. Luego él se echaría hacia atrás en su silla y juntaría las puntas de los dedos formando un pequeño campanario y me diría por qué no podía dormir y por qué no podía leer y por qué no podía comer y por qué todo lo que la gente hacía parecía tan tonto, porque al final sólo morían. Y entonces, pensaba yo, él me ayudará, paso a paso, a volver a ser yo misma. Pero el doctor Gordon no era así en absoluto. Era joven y bien parecido y comprendí enseguida que era engreído. El doctor Gordon tenía una fotografía sobre su escritorio, en un marco plateado, que en parte miraba hacia él y en parte miraba hacia mi silla de cuero. Era una fotografía familiar y mostraba a una hermosa mujer de pelo oscuro, que podía haber sido la hermana del doctor Gordon, sonriendo por encima de las cabezas de dos niños rubios. Creo que uno de los niños era un varón y el otro una chica, pero es posible que ambos fueran varones o que ambos fueran niñas; es difícil distinguir cuando los niños son tan pequeños. Creo que también había un perro en la foto, hacia la parte de abajo —una especie de airedale o un perdiguero dorado—, pero pudo haber sido sólo el dibujo de la falda de la mujer. Por alguna razón, la fotografía me puso furiosa. No veía por qué tenía que estar vuelta en parte hacia mí, a menos que el doctor Gordon estuviera tratando de mostrarme desde un principio que estaba casado con una mujer encantadora y que era mejor que no me hiciera ideas raras. Entonces pensé:
¿cómo puede ayudarme, después de todo, este doctor Gordon, con una hermosa mujer y hermosos niños y un hermoso perro aureolándolo como los ángeles de una tarjeta de Navidad? —¿Qué tal si trata de decirme lo que usted cree que va mal? Di vueltas a las palabras con suspicacia, como si fueran redondos, pulidos guijarros que pudieran sacar de pronto una garra y convertirse en otra cosa. ¿Lo que yo creía que iba mal? Dicho así, tenía la impresión de que nada iba realmente mal, sólo yo pensaba que iba mal. Con voz apagada, sin modulaciones —para demostrarle que no me había dejado engañar por su buen aspecto ni por su fotografía familiar—, le conté al doctor Gordon que no podía dormir, ni comer, ni leer. No le hablé de la letra, que era lo que más me molestaba. Aquella mañana había intentado escribirle una carta a Doreen, que estaba en West Virginia, preguntándole si podía ir a vivir con ella y quizá conseguir un empleo en su universidad, de camarera o de otra cosa. Pero cuando cogí la pluma, mi mano hizo letras grandes, espasmódicas, como las de un niño, y las líneas se inclinaron en la página de izquierda a derecha casi diagonalmente, como si fueran bucles de cordel dispuestos sobre la hoja y alguien hubiera venido y los hubiera soplado de lado. Sabía que no podía enviar una carta así, de modo que la rompí en pedacitos y los metí en mi bolso, junto al estuche de múltiples usos, por si el psiquiatra quería verlos. Pero por supuesto el doctor Gordon no pidió verlos, puesto que yo no los había mencionado, y empecé a sentirme satisfecha de mi habilidad. Pensé que sólo tenía que decirle lo que yo quisiera y que podría controlar la imagen que él tenía de mí escondiéndole esto y revelándole aquello, mientras él se creía tan inteligente. Durante todo el tiempo que estuve hablando, el doctor Gordon mantuvo inclinada la cabeza como si estuviera rezando, y el único ruido aparte de la voz apagada,  sin  modulaciones,  era el  rítmico  tap, tap,  tap  del  lápiz del doctor Gordon en el mismo punto sobre el secante verde, como un bastón atascado. Cuando terminé, el doctor Gordon levantó la cabeza. —¿Dónde me dijo que quedaba su universidad? —En Baffled —le dije. No veía dónde encajaba esa pregunta. —¡Ah! —El doctor Gordon se echó hacia atrás en su silla, mirando por encima de mi hombro con una sonrisa reminiscente. Creí que iba a decir su diagnóstico, y que quizá lo había juzgado demasiado precipitadamente y demasiado duramente. Pero sólo dijo: —Recuerdo muy bien su universidad. Estuve en ella durante la guerra. Tenían una estación de la WAC,[1] ¿no es verdad? ¿O era de las WAWES?[2] Le dije que no sabía. —Sí, era una estación de la WAC, ahora lo recuerdo. Yo era el médico de aquel grupo, antes de que me mandaran al extranjero. Vaya, había un bonito montón de chicas. El doctor Gordon rió. Entonces, con un suave movimiento, se levantó y se dirigió hacia mí bordeando la esquina de su escritorio. No estaba segura de lo que pensaba hacer, de manera que me levanté también. El doctor buscó la mano que colgaba a mi lado derecho y la estrechó. —Bueno, la veré la semana que viene. Los olmos frondosos, íntimos, formaban un túnel de sombra sobre las fachadas de ladrillos amarillos y rojos de la Avenida Commonwealth y un tranvía se encaminaba a Boston por sus delgados, plateados rieles. Esperé que pasara el tranvía, luego crucé hacia el Chevrolet gris que estaba junto a la acera opuesta. Podía ver el rostro de mi madre ansioso y amarillento como una rodaja de limón mirándome por la ventanilla. —Bueno, ¿qué dijo? Cerré la puerta de un tirón. No cerró bien. La empujé hacia afuera y tiré de ella de nuevo dando un fuerte portazo. —Dijo que me verá la semana entrante. Mi madre suspiró. El doctor Gordon cobraba veinticinco dólares la hora.

La Campana de Cristal. Silvia PlathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora