Capítulo 17

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—Hoy eres una muchacha afortunada. La joven enfermera se llevó mi bandeja del desayuno y me dejó envuelta en mi manta blanca, como un pasajero tomando el aire de mar en la cubierta de un barco. —¿Por qué soy afortunada?
—Bueno, no sé si decírtelo ya, pero hoy te mudas a Belsize. La enfermera me miró con expectativa. —Belsize... —dijo—. No puedo ir allá. —¿Por qué no?
—No estoy preparada. No estoy lo bastante bien. —Por supuesto que lo estás. No  te preocupes, no te estarían  mudando  si  no  estuvieras  lo bastante  bien. Cuando la enfermera se fue, traté de descifrar este nuevo paso por parte de la doctora Nolan. ¿Qué estaba tratando de probar? Yo no había cambiado. Nada había cambiado. Y Belsize era la mejor casa de todas. De Belsize la gente regresaba al trabajo y regresaba a la escuela y regresaba a su hogar. Joan estaría en Belsize. Joan con sus libros de física, sus palos de golf, sus raquetas de volante y su voz jadeante. Joan delimitando el abismo entre mi persona y los que estaban casi bien. Desde que Joan salió de Caplan yo seguí su proceso a través de los chismorreos del sanatorio. Joan sentía el privilegio de salir a caminar, Joan tenía el privilegio de ir al pueblo. Yo reunía todas mis noticias acerca de Joan en un amargo montoncito, aunque las recibiera con aparente alegría. Joan era el radiante doble de mi antiguo y mejor yo, diseñado especialmente para seguirme y atormentarme. Tal vez Joan se hubiera ido cuando yo llegara a Belsize. Por lo menos, en Belsize podría olvidarme de los tratamientos de electroshock. En Caplan gran parte de las mujeres recibía tratamiento de electroshock. Yo podía distinguir cuáles eran porque no recibían sus bandejas del desayuno con el resto de nosotras. Ellas recibían sus electroshock mientras nosotras desayunábamos en nuestras habitaciones, y luego entraban al salón, quietas y extinguidas, guiadas como niñas por las enfermeras, y tomaban sus desayunos allí. Cada mañana cuando oía a la enfermera llamar a la puerta con mi bandeja, un inmenso alivio me inundaba interiormente, porque sabía que estaba fuera de peligro por ese día. No comprendía cómo la doctora Nolan podía contar que una se dormía durante un electroshock, si ella no había recibido nunca ninguno. ¿Cómo podía saber ella si la persona no parecía dormida, mientras constantemente por dentro estaba sintiendo los voltios azules y el ruido?

Una música de piano llegaba del extremo del vestíbulo. Durante la cena me había sentado tranquilamente escuchando la charla de las mujeres de Belsize. Estaban todas vestidas a la moda y cuidadosamente arregladas, y varias de ellas eran casadas. Algunas habían estado de compras en el pueblo y otras habían estado visitando a sus amigos, y durante toda la cena se hacían muchas bromas íntimas. —Yo llamaría a Jack —dijo una mujer llamada DeeDee—, sólo que me temo que no esté en casa. Yo sé exactamente dónde podría llamarlo, sin embargo, y allí es seguro que estaría. La ágil rubia de estatura baja de mi mesa, rió.  —Hoy estuve  a  punto  de  tener  al  doctor  Loring  donde quería tenerlo.
—Abrió sus fijos ojos azules como una muñequita—. No me importaría cambiar al viejo Percy por un modelo nuevo. En el extremo de la habitación, Joan devoraba su spam y su tomate asado con gran apetito. Parecía encontrarse perfectamente a gusto entre estas mujeres y me trataba fríamente, con un ligero desprecio, como a una conocida insignificante e inferior. Me había ido a la cama inmediatamente después de la cena, pero luego oí la música de piano e imaginé a Joan y DeeDee y Loubelle, la mujer rubia, y a las demás, riéndose y chismorreando acerca de mí en la sala, a mis espaldas. Estarían diciendo lo horrible que era tener a gente como yo en Belsize y que yo debería estar en Wymark. Decidí poner fin a su desagradable charla. Echándome la manta flojamente alrededor de los hombros, como una estola, recorrí el vestíbulo hacia la luz y el alegre ruido. Durante el resto de la velada escuché a DeeDee aporrear algunas de sus propias canciones en el gran piano, mientras las otras mujeres estaban sentadas jugando al bridge y charlando, de la misma forma en que lo harían en el dormitorio de una universidad, sólo que la mayoría de ellas habían sobrepasado en diez años la edad universitaria. Una de ellas, una mujer grande, alta, de pelo gris, con una resonante voz de bajo, la señora Savage, había ido a Vassar. Me di cuenta enseguida de que era una mujer de sociedad, porque no hablaba sino de debutantes, pero ella les había echado a perder su fiesta internándose ella misma en el sanatorio. DeeDee tenía una canción que ella llamaba El lechero, y todo el mundo decía que debía hacer que se la publicaran, que sería un éxito. Primero sus manos arrancaban una breve melodía a las teclas, como el sonido de los cascos de un poni lento, y después entraba otra melodía, como el lechero silbando, y luego las dos melodías continuaban juntas.
—Es muy bonita —dije con tono familiar. Joan estaba reclinada en una esquina del piano, hojeando un número nuevo de alguna revista de modas, y DeeDee, le sonrió como si ambas compartieran un secreto. —Oh, Esther —dijo Joan entonces, sosteniendo en alto la revista—, ¿no eras tú ésta? DeeDee dejó de tocar. —Déjame ver. Tomó la revista, miró la página que Joan le señalaba y entonces me lanzó a mí una mirada. —Oh, no —dijo DeeDee—, Por supuesto que no. —Miró de nuevo la revista y luego a mí— ¡Nunca! —Oh, pero si es Esther, ¿no es verdad, Esther? —dijo Joan. Loubelle y la señora Savage se acercaron a las demás y, simulando que sabía de qué se trataba, fui hacia el piano con ellas. La fotografía de la revista mostraba a una muchacha con un vestido de noche sin tirantes, de tela blanca cubierta de pelusa, sonriendo exageradamente con un montón de muchachos alrededor. La muchacha sostenía un vaso lleno de una bebida transparente y parecía tener los ojos fijos en algo que estaba de pie detrás de mí, un poco a mi izquierda. Un leve aliento me abanicó la nuca. Me di vuelta. La enfermera nocturna había entrado, sin que nadie la notara, sobre sus suaves suelas de goma. —Fuera de bromas —dijo—,
¿eres tú realmente ésa? —No, no soy yo. Joan está completamente equivocada. Es alguna otra persona. —Oh, ¡por supuesto que eres tú! —gritó DeeDee. Pero simulé no haberla oído y me di vuelta. Entonces Loubelle le rogó a la enfermera que fuera la cuarta para jugar al bridge, y yo acerqué una silla para mirar, aunque no sabía absolutamente nada de bridge porque no había tenido tiempo de aprender a jugarlo en la universidad como hacían todas las muchachas ricas. Observé las chatas caras de póquer de los reyes, sotas y reinas, y escuché a la enfermera hablar de su dura vida. —Ustedes, señoras, no saben lo que es tener dos empleos —dijo—. Por las noches estoy aquí, vigilándolas a ustedes... Loubelle rió. —Oh, nosotras somos buenas. Somos las mejores del montón y tú lo sabes. —Oh, ustedes están bien —la enfermera ofreció un paquete de chicles de menta y después desdobló, ella misma, una tira rosada de la envoltura de papel de estaño—. Ustedes están bien, son todos esos bobos del manicomio estatal los que me sacan de quicio. —¿Usted trabaja en ambos sitios entonces?
—pregunté con súbito interés. —No lo dude —la enfermera me miró fijamente y pude entrever que pensaba que yo no tenía nada que hacer en Belsize—. No te gustaría ni una pizca aquello, Lady Jane. —¿Por qué? —insistí. —Oh, no es un lugar agradable como éste. Este es un perfecto club de campo. Allá no tienen nada. No hay T.O. de que hablar, no hay paseos... —¿Por qué no tienen paseos?
—No hay suficientes em-plea-dos. —La enfermera coló una trampa y Loubelle gruñó—. Créanme, señoras, cuando cobre suficiente pasta para comprarme un coche, me largo. —¿Se irá de aquí también? —quiso saber Joan. —Puede apostar. Sólo casos privados de ahí en adelante. Cuando se me antoje... Pero yo había dejado de escuchar. Sentía que la enfermera había sido instruida para mostrarme mis alternativas. O mejoraba o caía, abajo abajo, como una estrella quemándose, y luego, apagada, de Belsize a Caplan, a Wymark y finalmente, después que la doctora Nolan y la señora Guinea se hubieran dado por vencidas, al manicomio estatal vecino. Me arrebujé en la manta y eché mi silla hacia atrás.
—¿Tienes   frío?   —preguntó   la   enfermera   rudamente.   —Sí  —respondí,

La Campana de Cristal. Silvia PlathWhere stories live. Discover now