Capítulo 10

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El rostro del espejo parecía el de un indio enfermo. Dejé caer el estuche en el bolso y miré por la ventanilla del tren. Como un documental sobre un depósito de chatarra, las ciénagas y solares traseros de Connecticut pasaban rápidamente sin que ninguno de los fragmentos por separado tuviera relación con los demás.
¡Qué gran mezcolanza era el mundo! Bajé la mirada hasta mi falda y mi blusa nuevas. La falda era verde, muy ceñida en la cintura, con diminutas manchas negras, blancas y azul eléctrico, formando un enjambre, y se levantaba como la pantalla de una lámpara. En vez de mangas, la blusa blanca con bordados tenía volantes en los hombros, flojos como las alas de un nuevo ángel. Había olvidado apartar alguna ropa de diario de entre la que había arrojado sobre Nueva York, así que Betsy me había cambiado una blusa y una falda por mi bata de acianos. Un pálido reflejo de mí misma, alas blancas, cola de caballo marrón se posó sobre el paisaje como un fantasma. —Poliana la Vaquera —dije en voz alta. Una mujer en el asiento opuesto levantó los ojos de su revista. No había tenido ganas, en el último momento, de lavarme las dos diagonales de sangre seca que marcaban mis mejillas. Parecían patéticas, y más bien espectaculares, y pensé que las llevaría conmigo, como la reliquia de un amante muerto, hasta que se borraran por su propia cuenta. Por supuesto, si sonreía o movía mucho la cara la sangre se desprendería en escamas, así que mantenía el rostro inmóvil, y cuando tenía que hablar lo hacía a través de los dientes, sin mover los labios. No veía en realidad por qué la gente tenía que mirarme.

Muchísima gente era más extraña que yo. Mi maleta gris iba en la rejilla sobre mi cabeza, vacía, excepto por Los treinta mejores cuentos cortos del año, una funda de plástico blanco para gafas de sol y dos docenas de aguacates, regalo de despedida de Doreen. Los aguacates estaban verdes, para que se conservaran bien, y cada vez que alzaba o bajaba la maleta o simplemente cuando la llevaba conmigo, rodaban de un extremo a otro con un pequeño especial estruendo propio. —¡Parada cientoo veintiochoo! —gritó el conductor. La domesticada soledad de pino, arce y roble se detuvo y quedó pegada en el marco de la ventanilla como un mal cuadro. Mi maleta retumbó y se sacudió mientras yo atravesaba el largo pasillo. Bajé del compartimiento con aire acondicionado al andén de la estación, y el maternal aliento de los suburbios me envolvió. Olía a surtidores de riego, y camionetas combinables y raquetas de tenis y perros y bebés. Una calma veraniega extendía su reconfortante mano sobre todas las cosas, como la muerte. Mi madre me esperaba junto al Chevrolet color gris.
—Pero mi amor, ¿qué le ha pasado a tu cara? —Me corté —dije secamente, y trepé al asiento trasero detrás de mi maleta. No quería que estuviera mirándome durante todo el camino a casa. La tapicería se sentía resbaladiza y limpia. Mi madre montó tras el volante, me arrojó unas cuantas cartas sobre el regazo y luego me dio la espalda. El coche ronroneó, reviviendo. —Creo que debo decírtelo de una vez —dijo ella, y pude ver malas noticias en la base de su cuello—, no fuiste aceptada para el curso de escritura. El aire abandonó mi estómago de golpe. Durante todo junio el curso de escritura se había extendido ante mí como un seguro, brillante puente sobre el sombrío golfo del verano. Ahora lo veía tambalearse y disolverse, y un cuerpo con una blusa blanca y una falda verde se precipitó al vacío. Entonces mi boca se deformó en un rictus de amargura. Me lo había esperado. Me acurruqué, la nariz a la altura del borde de la ventanilla, y miré cómo las casas de las afueras de Boston se deslizaban ante mí. A medida que las casas se hacían más familiares, me encogía aún más. Sentía que era muy importante no ser reconocida. El techo gris, acolchado del coche se cerraba sobre mi cabeza como el techo de un transporte de prisión, y las casas blancas, brillantes, de tablas, idénticas con sus intersticios de bien cuidado verde avanzaban como un barrote tras otro en una celda inmensa pero a prueba de fugas. Nunca antes había pasado un verano en los suburbios.

El chirrido soprano de las ruedas de un coche me castigó el oído. El sol, colándose a través de las persianas, llenaba el dormitorio con una luz sulfúrea. No sabía cuánto había dormido, pero sentía un fuerte espasmo de agotamiento. La cama gemela de la mía estaba vacía y sin hacer. A las siete había oído a mi madre levantarse, ponerse la ropa sin hacer ruido y salir de puntillas de la habitación. A continuación se oyó abajo el zumbido del exprimidor de naranjas, y el olor a café y tocino se filtró por debajo de mi puerta. Luego corrió el agua del fregadero y los platos tintinearon cuando mi madre los secó y los volvió a poner en el aparador. Entonces se abrió y se cerró la puerta delantera. La puerta del coche se abrió y se cerró, y el motor hizo brum-brum y avanzando con un crujido de gravilla se desvaneció en la distancia. Mi madre enseñaba taquigrafía y mecanografía a unas chicas estudiantes de la ciudad y no regresaría a casa hasta media tarde. Las ruedas del coche chirriaron de nuevo. Alguien parecía estar paseando un bebé bajo mi ventana. Me deslicé de la cama a la alfombra y, silenciosamente, sobre manos y rodillas, fui a gatas a ver quién era. La nuestra era una casa pequeña de tablas blancas, situada en medio de un pequeño prado verde en la esquina de dos apacibles calles suburbanas; pero a pesar de los pequeños arces plantados de trecho en trecho alrededor de nuestra propiedad, cualquiera que pasara por la acera podía levantar la vista hasta las ventanas del segundo piso y ver con exactitud lo que estuviera ocurriendo. Esto llegó a mi conocimiento a través de nuestra vecina de al lado, una malévola mujer de apellido Ockenden. La señora Ockenden era una enfermera retirada recién casado con su tercer marido —los otros dos habían muerto en curiosas circunstancias— y pasaba una notable cantidad de tiempo atisbando detrás de las almidonadas cortinas blancas de sus ventanas. Había llamado dos veces a mi madre para hablarle de mí —una para informarle que yo había estado sentada frente a la casa durante una hora, bajo el poste del alumbrado y besando a alguien en un Plymouth azul, y otra pare decirle que haría bien bajando las persianas de mi cuarto porque ella me había visto semidesnuda arreglándome para irme a la cama una noche en que por casualidad estaba paseando a su terrier escocés. Con gran cuidado, levanté los ojos hasta la altura del alféizar de la ventana. Una mujer que no llegaba al metro cincuenta de estatura, con una grotesca sobresaliente barriga, empujaba un viejo coche negro de bebé calle abajo. Dos o tres niños pequeños de varios tamaños, todos pálidos, con caras sucias y desnudas rodillas sucias, se tambaleaban a la sombra de sus faldas. Una sonrisa serena, casi religiosa, iluminaba el rostro de la mujer. Con la cabeza alegremente echada hacia atrás, como un huevo de gorrión colocado sobre un huevo de pato, sonreía al sol. Conocía bien a la mujer. Era Dodo Conway. Dodo Conway era una católica que había estudiado en Barnard y luego se había casado con un arquitecto que había estudiado en Columbia y también era católico. Tenían una casa grande, desordenada, en la misma calle que la nuestra, más arriba, situada tras un melancólico seto de pinos y rodeada de patinetes, triciclos, coches de muñecas, carros de bomberos de juguete, bates de béisbol, redes de volante, aros de croquet, jaulas de hámsters y cachorrillos de cocker spaniel —toda la parafernalia de la infancia suburbana allí derramada. Dodo me interesaba a mi pesar. Su casa era diferente de todas las demás de nuestro vecindario en el tamaño (era mucho más grande) y en el color (el segundo piso estaba construido con tablas marrón oscuro y el primero con estuco gris, tachonado de piedras grises y moradas en forma de pelotas de golf) y los pinos la escondían por completo de la vista, lo cual era considerado insociable en nuestra comunidad de céspedes colindantes y setos amistosos que llegaban hasta la cintura. Dodo criaba a sus seis niños —y sin duda criaría al séptimo— a base de arroz tostado, sándwiches de mantequilla de cacahuete y malvavisco, helados de vainilla y litros y más litros de leche Hood. Tenía un descuento especial del lechero local. Todo el mundo quería a Dodo, aunque el crecido número de miembros de su familia era la comidilla del vecindario. La gente mayor de por allí, como mi madre, tenía dos niños, y las más jóvenes y más prósperas tenían cuatro, pero nadie, excepto Dodo, estaba al borde de un séptimo. Incluso seis eran considerados excesivos, pero, por supuesto, decía todo el mundo, Dodo era católica. Observé a Dodo pasear al menor de los Conway de un lado para otro. Parecía estar haciéndolo a propósito para mí. Los niños me ponían enferma. Una de las tablas del suelo crujió y me agaché de nuevo, justo en el momento en que la cara de Dodo Conway, por instinto, o por algún don de audición sobrenatural, giró sobre el pequeño eje de su cuello. Sentí su penetrante mirada atravesar las tablas blancas y las rosas rosadas del papel pintado y descubrirme ahí, agachada tras las plateadas columnas del radiador. Gateé de nuevo hasta la cama y me tapé la cabeza con la sábana. Pero ni siquiera eso hizo desaparecer la luz, así que enterré la cabeza bajo la oscuridad de la almohada y simulé que era de noche. No veía razón para levantarme. No tenía ningún objetivo. Al cabo de un rato oí sonar el teléfono en el vestíbulo de la planta baja. Apreté la almohada contra mis oídos y me concedí cinco minutos. Entonces saqué la cabeza de su refugio. El repique había cesado. Casi inmediatamente, volvió a comenzar. Maldiciendo al amigo, pariente o desconocido que hubiera olfateado mi llegada a casa, bajé descalza las escaleras. El negro instrumento sobre la mesa del vestíbulo trinaba su nota histérica una y otra vez como un pájaro nervioso. Levanté el receptor. —Diga
—dije, con una voz baja y distorsionada. —Hola, Esther, ¿qué te pasa, tienes faringitis? Era mi vieja amiga Jody, que me llamaba desde Cambridge. Jody estaba trabajando en la Cooperativa ese verano y haciendo un curso de sociología a la hora del almuerzo. Ella y otras dos chicas de mi universidad habían alquilado un gran apartamento a cuatro estudiantes de derecho de Harvard y yo había estado planeando ir a vivir con ellas cuando comenzara mi curso de Literatura. Jody deseaba saber para cuándo podían esperarme. —No voy a ir —dije—. No me aceptaron para el curso. Hubo una pequeña pausa.
—Es un asno —dijo Jody entonces—. No sabe reconocer las cosas buenas cuando las ve. —Esos son exactamente mis sentimientos. —Mi voz sonó extraña y hueca en mis oídos. —Ven de todos modos. Haz algún otro curso. La idea de estudiar alemán o psicopatología pasó volando por mi cabeza. Después de todo, había ahorrado casi todo el sueldo de Nueva York, de modo que podía costeármelo. Pero la voz hueca dijo: —Mejor será que no contéis conmigo.
—Bueno —comenzó Jody—, hay otra chica que quería venir con nosotras si alguien fallaba... —Perfecto. Pregúntale a ella. En el momento en que colgué supe que debía haber dicho que iría. Una mañana más escuchando el coche del bebé de Dodo Conway y me volvería loca. Además, yo había resuelto no vivir nunca con mi madre durante más de una semana. Extendí la mano hacia el teléfono. Mi mano avanzó unos pocos centímetros, luego retrocedió y cayó flojamente. La obligué a moverse nuevamente hacia el aparato, pero volvió a detenerse antes de llegar, como si hubiera chocado con un cristal. Sin proponérmelo, llegué al comedor. Sobre la mesa encontré una carta alargada y de aspecto comercial, de la escuela de verano, y otra delgada y azul escrita en papel sobrante de Yale y dirigida a mí con la clara escritura de Buddy Willard. Rasgué con un cuchillo el sobre procedente de la escuela de verano. Puesto que no había sido aceptada para el curso de Literatura, decía, podía escoger en su lugar cualquier otro curso, pero debía llamar a la Oficina de Admisión esa misma mañana o sería demasiado tarde para matricularme, los cursos estaban casi completos. Marqué el número de la Oficina de Admisión y escuché una voz de zombi que dejaba recado de que la señorita Esther Greenwood cancelaba todas las citas para asistir a la escuela de verano. Entonces abrí la carta de Buddy Willard. Buddy escribía que probablemente se estuviera enamorando de una enfermera que también tenía tuberculosis, pero que su madre había alquilado un chalet en los Adirondacks para el mes de julio, y si yo iba con ella, él muy bien podría darse cuenta de que sus sentimientos por la enfermera eran un mero encaprichamiento. Cogí un lápiz y taché el mensaje de Buddy. Luego di vuelta al papel de la carta y en el dorso escribí que estaba comprometida con un intérprete simultáneo y que no quería ver a Buddy nunca más porque no quería dar a mis hijos un hipócrita por padre. Volví a meter la carta en el sobre, lo cerré con cinta adhesiva y lo reescribí con la dirección de Buddy sin ponerle un nuevo sello. Calculé que el mensaje debía de valer sus buenos tres centavos. Entonces decidí pasar el verano escribiendo una novela. Con eso conformaría a un montón de gente. Seguí deambulando hasta llegar a la cocina, dejé caer un huevo crudo en una taza con carne de hamburguesa cruda, lo mezclé todo y me lo comí. Luego coloqué la mesa de jugar a cartas en la galería que había entre la casa y el garaje. Un arbusto grande y ondulante de jeringuilla tapaba la vista de la calle al frente; la pared de la casa y la pared del garaje cubrían los lados, y un grupo de abedules y un seto rectangular me protegían de la señora Ockenden por detrás. Conté trescientas cincuenta hojas de papel bond de la provisión que mi madre tenía en el armario del vestíbulo, escondida bajo una pila de viejos sombreros de fieltro y cepillos de ropa y bufandas de lana. De nuevo en la galería coloqué la primera hoja virgen en mi vieja portátil y la enrollé. Desde otra mente, distanciada, me vi a mí misma sentada en la galería rodeada por dos paredes de madera blanca, un arbusto de jeringuilla, un grupo de abedules y un seto rectangular, tan pequeña como una muñeca dentro de una casa de muñecas. Un sentimiento lleno de ternura me llenó el corazón. Mi heroína sería yo misma, aunque disfrazada. Se llamaría Elaine. Elaine. Conté las letras con los dedos. Esther también tenía seis letras. Parecía un buen presagio.
Elaine estaba sentada en la galería con un viejo camisón amarillo de su madre, esperando que algo sucediera. Era una sofocante mañana de julio y gotas de sudor se arrastraban por su espalda, una por una, como lentos insectos.
Eché el cuerpo hacia atrás y leí lo que había escrito. Parecía bastante fuerte y me sentí considerablemente orgullosa del trozo acerca de las gotas de sudor que eran como insectos, sólo que tenía la vaga impresión de que era probable que lo hubiese leído en alguna otra parte hacía mucho tiempo. Me pasé sentada así casi una hora, tratando de descubrir qué iría después y, en mi mente, la muñeca descalza vestida con el viejo camisón amarillo de su madre también estaba sentada y miraba al espacio. —¿Por qué no quieres vestirte, cariño? Mi madre tenía el cuidado de no decirme nunca que hiciera alguna cosa. Sólo razonaba conmigo dulcemente como una persona inteligente, madura, con otra. —Son casi las tres de la tarde. —Estoy escribiendo una novela —dije—. No tengo tiempo para estar quitándome esto y poniéndome lo otro. Me tendí en la tumbona de la galería, y cerré los ojos. Oí a mi madre sacar la máquina de escribir y los papeles de la mesa de jugar a cartas y poner los cubiertos para la cena, pero no me moví.
La inercia se escurría como melaza por las piernas de Elaine. Eso es lo que se debe sentir cuando se tiene paludismo, pensó ella.
A ese paso podría darme por satisfecha si escribía una página diaria. Entonces comprendí cuál era el problema. Necesitaba experiencia. ¿Cómo podía escribir de la vida cuando nunca había tenido ningún enredo amoroso, ni un bebé, ni había visto morir a nadie? Una muchacha que yo conocía acababa de ganar un premio por un cuento acerca de sus aventuras entre los pigmeos en África.
¿Cómo podía yo competir con algo así? Para cuando terminamos de cenar mi madre me había convencido de que debía estudiar taquigrafía por las tardes. Así mataría dos pájaros de un tiro, escribiendo una novela y aprendiendo algo práctico a la vez. Además, ahorraría una gran cantidad de dinero. Aquella misma noche mi madre desenterró una vieja pizarra del sótano y la colocó en la galería. Luego se colocó ante ella y garrapateó pequeños rasgos con tiza blanca mientras yo seguía sentada en una silla y observaba. Al principio me sentí esperanzada. Creí posible aprender taquigrafía en poco tiempo, y cuando la pecosa dama de la Oficina de Becas me preguntara por qué no había trabajado para ganar dinero durante julio y agosto, como se debía hacer si se era becaria, podría contestarle que en vez de eso había seguido un curso de taquigrafía gratuito para poder mantenerme por mí misma apenas saliera de la universidad. Sólo que cuando traté de imaginarme a mí misma en algún empleo, apuntando a toda prisa línea tras línea en taquigrafía, la mente se me puso en blanco. No había ningún trabajo en que se usara la taquigrafía que yo sintiera deseos de hacer. Y mientras estaba allí sentada y observaba, los rasgos dibujados con tiza blanca se empañaron y perdieron todo sentido. Le dije a mi madre que tenía un terrible dolor de cabeza y me fui a la cama. Una hora más tarde la puerta se abrió unos centímetros y ella se deslizó en la habitación. Oí el susurro de sus ropas mientras se desvestía. Se metió en la cama. Luego su respiración se hizo lenta y regular. A la débil luz de la farola de la calle, que se filtraba a través de las persianas, pude ver las pinzas para el cabello en su cabeza brillando como una hilera de pequeñas bayonetas. Decidí dejar lo de la novela hasta que hubiera ido a Europa y hubiera tenido un amante, y no aprender jamás una palabra de taquigrafía. Si nunca aprendía taquigrafía, nunca tendría que usarla. Pensé pasar el verano leyendo Finnegdn's Wake y escribiendo mi tesis. Luego pensé que tal vez podría dejar los estudios por un año y aprender alfarería. O trabajar para irme a Alemania y ser camarera hasta que fuera bilingüe. Luego, un plan tras otro comenzaron a brincar por mi cabeza como una familia de conejos dispersa. Vi los años de mi vida dispuestos a lo largo de una carretera como postes telefónicos, unidos por medio de alambres. Conté uno, dos, tres... diecinueve postes telefónicos, y luego los alambres pendían en el espacio y por mucho que lo intentara no podía ver un solo poste más después del decimonoveno. La habitación azuleó hasta resultar visible y me pregunté qué se había hecho de la noche. Mi madre se convirtió de un tronco brumoso en una mujer de mediana edad que dormía profundamente, la boca ligeramente abierta y un ronquido deslizándose por su garganta. El ruido cochinil me irritaba y durante un rato creí que la única manera de acallarlo sería coger la columna de piel y tendón de donde salía y retorcerla hasta reducirla al silencio. Fingí dormir hasta que mi madre se fue a la escuela, pero ni siquiera mis párpados hacían desaparecer la luz. La cruda, roja red de sus pequeños vasos colgaba frente a mí como una herida. Me deslicé entre el colchón y el somier acolchado y dejé que el colchón cayera sobre mí como una losa. Se estaba a oscuras y a salvo ahí abajo, pero el colchón no era lo bastante pesado. Hubiera tenido que pesar aproximadamente una tonelada más para hacerme dormir. ríocorre, más allá de Eva y Adán, desde desvío brusco de la costa hasta la curva de bahía, nos vuelve a traer por una espaciosa vica de recirculación a Howth Castle y Environs.
El grueso libro hacía una desagradable melladura en mi estómago.
ríocorre, más allá de Eva y Adán.
Pensé que la letra minúscula al principio podía significar que nunca nada era en su comienzo realmente nuevo, con mayúscula, sino que todo fluía de lo anterior. Eva y Adán eran Adán y Eva, por supuesto, pero probablemente eso significara alguna otra cosa también. Tal vez era un bar en Dublín. Mis ojos se hundieron en una sopa alfabética de letras hasta llegar a la larga palabra que estaba a mitad de página.

bababadalgharaghtakammmorronnkonnbronntonnrrronnrounnthunntrovarrh aunawanskawntoohoohoordenenthurnuk! Conté las letras. Había exactamente cien. Pensé que eso debía ser importante. ¿Por qué debía haber cien letras? Traté, vacilante, de decir la palabra en voz alta. Sonaba como un pesado objeto de madera que rodara por las escaleras bump-bump-bump, escalón tras escalón. Levantando las páginas del libro las dejé caer en abanico lentamente ante mis ojos. Las palabras, vagamente familiares, pero al sesgo, como rostros en el espejo de un parque de atracciones pasaron y desaparecieron sin dejar ninguna impresión en la vidriosa superficie de mi cerebro. Miré de soslayo la página. A las letras les salieron púas y cuernos de carnero. Observé cada una por separado y las vi brincar una y otra vez de una manera tonta. Luego se asociaron en formas fantásticas, intraducibies, como el árabe o el chino. Decidí descartar mi tesis. Decidí descartar todo el programa optativo y graduarme en Inglés en forma ordinaria. Fui a revisar los requisitos de mi universidad para obtener la Licenciatura en Inglés por vía ordinaria. Había montones de requisitos, y yo no reunía ni la mitad. Uno de los requisitos era un curso sobre el siglo dieciocho. Odiaba la sola idea del siglo dieciocho, con todos esos hombres presumidos escribiendo rígidos pareados y razonando en forma tan mortalmente aguda. Así que lo había dejado de lado. Permiten que se haga eso cuando va uno a graduarse en curso optativo. Se es mucho más libre. Yo había tenido tanta libertad que me había pasado la mayor parte del tiempo estudiando a Dylan Thomas. Una amiga mía que también iba a graduarse en curso optativo, se las había arreglado para no leer nunca una palabra de Shakespeare, pero era una verdadera experta en los Cuatro Cuartetos. Me di cuenta de lo imposible y embarazoso que sería para mí tratar de pasar de mi programa libre al más estricto. De modo que quise saber cuáles eran los requisitos para graduarse en Inglés en la universidad de la ciudad en que enseñaba mi madre. Eran aún peores. Había que saber Inglés Antiguo y la Historia de la Lengua Inglesa y una selección representativa de todo lo que se había escrito de Beowulf hasta el presente. Eso me sorprendió. Siempre había despreciado la universidad de mi madre pues era mixta y estaba llena de gente que no había podido obtener becas para las grandes universidades del Este. Ahora comprendía que la persona más estúpida de la universidad de mi madre sabía más que yo. Comprendía que no me dejarían ni siquiera pasar de la puerta y que mucho menos me darían una beca generosa como la que yo tenía en mi propia universidad. Me pareció que sería mejor ponerme a trabajar durante un año para pensar un poco más las cosas. Quizá pudiera estudiar el siglo dieciocho en secreto. Pero no sabía taquigrafía, así que ¿en qué podía trabajar? Podía ser camarera o mecanógrafa. Pero no podía soportar la idea de ser ninguna de esas dos cosas.

—¿Dices que quieres más pastillas para dormir? —Sí. —Pero las que te di la semana pasada son muy fuertes. —Ya no me hacen efecto. Los grandes, oscuros ojos de Teresa me contemplaron pensativamente. Podía oír las voces de sus tres niños en el jardín, bajo la ventana del consultorio. Mi tía Libby se había casado con un italiano y Teresa era la cuñada de mi tía y la doctora de nuestra familia. Me caía bien Teresa. Tenía un algo amable, intuitivo. Yo pensaba que eso era debido a que era italiana. Hubo una pequeña pausa. —¿Cuál es el problema aparente? —dijo entonces Teresa. —No puedo dormir. No puedo leer. —Traté de hablar de una forma fría, calmada, pero el zombi surgió de mi garganta y me ahogó.Volví las palas de las manos hacia arriba. —Creo
—Teresa arrancó una hoja en blanco de su talonario de recetas y escribió un nombre y una dirección— que debes ver a este médico que conozco. El podrá ayudarte más que yo. Miré lo escrito, pero no pude entenderlo. —El doctor Gordon —dijo Teresa—. Es un psiquiatra.

La Campana de Cristal. Silvia PlathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora