Capítulo 37

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Georgiana respiró profundamente mientras veía por la ventana el carruaje de su marido que se alejaba en dirección a su consultorio. Habían pasado unos días de relativo descanso, con mucha tensión y algunos sobresaltos, que por fin habían concluido, pero se sentía tranquila y feliz de tener la certeza del amor de su marido. Recordó cuando había leído esas cartas en medio de sus lágrimas y lo que la conmovió pensar que su autor realmente estaba enamorado de su amada, sonrió al estar consciente de que ella era su amada y agradeció al cielo por esa bendición.
De pronto, vislumbró a lo lejos un jinete que se acercaba y su sonrisa desapareció. A los pocos minutos el mozo anunció la llegada del que esperaba sin desearlo: Bruce Fitzwilliam. Estuvo muy tentada a negarse a recibirlo o a solicitar carabina, pero sabía que eso no iba a resolver nada, que seguiría insistiendo hasta poder hablar del mismo tema en privado, era mejor terminar con el asunto y decirle que ya no se inmiscuyera en su vida personal.
–Bruce –dijo cuando llegó al salón principal donde la esperaba.
–Georgie, chéri. Te estuve esperando después de que hablamos...
–Te agradezco la preocupación pero te voy a suplicar que ya no insistas en el tema y...
–Sabía que dejarte ir como me lo pediste era sinónimo de que ese canalla te manipulara otra vez.
–¡Mi marido no es un canalla!
–¿Ves? Tengo razón. ¿Leíste las cartas, la prueba de su infidelidad, y aún así crees en sus palabras? –indagó atónito–. O acaso te conformas con llevar una vida de apariencia, como tantas mujeres que nos rodean. Pensé que eras diferente.
–Leí las cartas y fueron una prueba más del amor que mi marido siente por mí.
–Pero si claramente le escribía a su amante y ¡vaya manera de hacerlo! ¿Leíste las dos?
–Sí, una y otra vez y entre más las leía más me convencía de que las escribió pensando en mí.
–¡Claro!, eso es lo que tú quieres que sea, pero deja de engañarte. Tarde o temprano se cansará de llevar una doble vida y optará por la que le dé más satisfacción, y es claro que si buscó a otra mujer es porque no te ama. Dice que derribará todos los obstáculos con tal de alcanzar el amor de su amada, de ella –increpó exasperado señalando a la ventana, se acercó y la tomó firmemente de los brazos–. Georgie, yo te ofrezco protección y también para tu hija todo el tiempo que necesites, si lo precisas de forma permanente. Georgie, quiero protegerte y cuidarte, no quiero que sufras al lado de ese hombre, estoy dispuesto a hacer lo que sea para ayudarte porque me importas demasiado: te amo.
–¿Cómo? –murmuró confundida.
–Sí, te amo –afirmó con sinceridad, como si se liberara de una pesada carga, viéndola a los ojos y cada vez más cerca–. Esta es la única vez en mi vida que me he enamorado perdidamente de una mujer, a la que he buscado durante toda mi existencia y la encuentro muy cerca de mí, pero mi desesperación por encontrarte me motivó a salir y buscarte por todo el mundo cuando lo único que tenía que hacer era dejarte crecer. Tú puedes hacer conmigo lo que quieras, seré tu esclavo, déjame cumplir tus más locas fantasías, como las de la carta...
Bruce capturó sus labios y la estrechó contra sí con ardor, buscando con desesperación que sus caricias la
relajaran y se entregara al placer que él sentía sin conseguirlo.
Georgiana estaba atónita, tensa, terriblemente incómoda y asustada cuando él empezó a invadir su boca con la lengua forzando una respuesta que ella no quería dar. Trató de resistirse con los brazos y zafarse, máxime cuando sintió en su estómago la reacción de él, pero Bruce la estrechó más contra sí tomándola de su trasero con descaro y presionando contra su cuerpo, hasta que ella mordió con todas sus fuerzas la lengua que la asediaba y él se separó.
–¡No quiero volver a verte en mi vida! –gritó Georgiana llorando.
–¿Sucede algo Sra. Donohue? –indagó un mozo que entró para ver qué ocurría, desconcertado al ver a su ama y al susodicho con desarreglo, resultado de un momento de pasión.
–¡Saque a este hombre de mi casa y no le vuelva a permitir la entrada nunca!
Georgiana subió corriendo las escaleras y se encerró en su habitación, repitiéndose una y otra vez que Lizzie había tenido razón desde el principio, pero que su inocencia no le permitió ver maldad en su primo. "Este no es mi primo, el Bruce que yo recuerdo no va a regresar. Lizzie tenía razón también en eso", pensó en medio de su sollozo, sentada en la cama y abrazando sus piernas para sentirse segura y protegida.
"Un primo preocupado por la situación de su querida prima de la alta sociedad, del escándalo y de su futuro, que reta a duelo al traidor para limpiar la honra de la familia y luego, con el tiempo, contrae matrimonio con la susodicha", resonó las palabras que Lizzie le dijera, pensando en que Patrick lo retaría a duelo si se enteraba de lo que había sucedido y... "No puedo decírselo, ¡no a costa de su vida!"
Se reprendió en silencio que también su marido le había advertido de la doble intención que Bruce podría tener al relacionarse tan cercanamente a ella, pero no había querido escucharlo, había confiado más en su primo y, sobre todo, en su inocente juicio. ¡Otra vez había caído en su propia trampa!, se sentía confundida ya que se daba cuenta del poco sentido común que todavía poseía, consciente de que podía equivocarse tan fácilmente al juzgar a las personas y ser víctima de un engaño. Ahora confirmaba lo que siempre había sabido, solo podía confiar en su marido, su hermano y Lizzie. ¿Podía confiar en su marido? La duda invadió sus pensamientos otra vez, pero se convenció al recordar todas las veces en que él había demostrado la sinceridad y la profundidad de sus sentimientos hacia ella.
Bruce la había traicionado, ¡y de qué manera!, aun cuando no la hubiera forzado más allá. La figura de su primo al que tanto quería y que la había acompañado durante todos esos años se había desplomado para siempre, se sentía insondablemente triste, sola y desprotegida, culpándose por lo ocurrido.
Pasado un rato, alguien dio vuelta a la manija de la puerta para entrar y, al ver que estaba cerrada, golpeó con fuerza y gritó:
–¡Georgiana!
–Patrick –murmuró con temor levantando la vista al tiempo que la puerta se abría.
–¿Te encuentras bien? –indagó acercándose y jadeando, después de haber retornado con premura cuando el mozo lo buscó para informarle de lo sucedido.
La tomó de los brazos para ver su rostro.
–Sí –respondió con la voz temblorosa.
–¡Te besó ese desgraciado! –exclamó furioso viendo sus labios hinchados.
–Patrick, por favor, te suplico que no tomes represalias –dijo enjugando su rostro.
–¿Cómo me pides eso? ¡Quiso aprovecharse de ti!
–Pero no lo hizo.
Donohue sintió alivio, aunque seguía consciente del peligro en el que su esposa había estado, agradeciendo que hubiera tenido la iniciativa de incrementar las medidas de seguridad para con ella, aunque no estuviera enterada.
–¡No quiero un duelo! –exclamó Georgiana negando enfáticamente con la cabeza–, ¡no soportaría vivir lo que vivió Lizzie y no resistiría perderte! ¡Te lo pido por mí, por nuestra hija y por el que llevo dentro! Además, yo soy la culpable de todo.
–No es cierto, él es...
–Si hubiera tenido el cuidado de recibirlo con carabina esto no habría pasado. Tú me lo advertiste, también Lizzie, y yo confié más en la imagen que yo tenía de mi primo y en mi pobre juicio que en ustedes.
–Tu "pobre juicio", como tú lo llamas, ya no es tan pobre como antes, ha crecido mucho desde que ese hombre te engañó y desde que nos conocimos –dijo tratando de guardar la calma, entendiendo cómo se sentía y sabiendo la importancia de darle mucha seguridad–. Solo creíste que las intenciones de tu primo
eran buenas porque lo conoces desde hace mucho y es tu familia.
–También conocía a Wickham desde mi infancia. ¿Cuándo aprenderé a no dejarme engañar ni manipular por otros? Estuve a punto de perderte con sus sospechas y aun así me aferré a un cariño que ya no era debidamente correspondido.
–Estoy de acuerdo en lo que dices. Creo que es importante que en el futuro tomes más en cuenta nuestro punto de vista, nosotros solo queremos tu felicidad, pero eso no te hace responsable de lo sucedido. No debes sentir culpa de algo que solo él debe responder, eso no hace un caballero y estoy persuadido de que tú no lo provocaste.
–Dijo que me ama, si de verdad me amara habría dejado que yo fuera feliz contigo y no hubiera buscado una separación, tampoco habría intentado besarme.
–¿Dijo que te ama?
–Sí... Siento mucha pena por él, dijo que era la primera vez que se enamoraba... Aun cuando su enamorada pudiera corresponderle, tal vez no pueda ser feliz, su voluntad es tan endeble que posiblemente no sea capaz de hacer feliz a ninguna mujer.
–No me extraña, nunca educó su voluntad en la fortaleza, pero eso fue decisión de él cuando se entregó a una vida disipada, contrario a lo que hizo el coronel o tu hermano.
–Aun cuando el coronel tenga su historia. Pobre Ray, no solo perdió a su mujer y a su hijo, también el sentido de su existencia.
–Tendrá que redefinirlo. Escuché que viajó al extranjero.
–¿Entonces?, ¿le tirarás el guante? –indagó con mucha incertidumbre en su mirada.
–Mmm... no –dijo después de respirar profundamente y de reflexionar la situación–, pero no me puedes negar el placer de ponerlo en su lugar con una buena golpiza y de advertirle que si vuelve a buscarte no volverá a ver la luz del día.
–No quiero que salgas lastimado.
–Sabes que no tienes de qué preocuparte –indicó más tranquilo y le besó la frente–. Me siento muy orgulloso de ti.
–¿Por qué?
–Porque te has dado cuenta de tu error y harás todo lo posible por no volver a cometerlo confiando en mí y en los Sres. Darcy, estoy seguro. Además, el Sr. Clapton me dijo lo que le gritaste, creo que hace tiempo habría sido más difícil para ti defenderte de esa manera.
Georgiana lo abrazó sintiéndose protegida con su amor.
Lizzie observó por la ventana del carruaje el puente que conducía a Pemberley y suspiró llena de alegría, muy diferente al sentimiento que había percibido en su anterior arribo. La Sra. Reynolds se encontraba sentada al frente con Matthew en brazos y aparentemente dormida, por lo que se sintió en libertad de tomar la mano de su esposo que se encontraba a su lado acunando a Christopher, recordando a aquel Sr. Darcy de la ceja inquisitiva con el que había bailado en Netherfield, ciertamente nunca se hubiera imaginado que fuera capaz de ser cariñoso con un niño, como tampoco que fuera posible encontrar en él a un hombre afectuoso con ella e increíblemente apasionado. Recordó aquella declaración en Kent: "He luchado en vano. Ya no puedo más. Soy incapaz de contener mis sentimientos. Permítame que le diga que la admiro y la amo apasionadamente", y comprobó la veracidad de esas palabras al evocar las semanas que acababan de pasar, sintiendo una enorme necesidad de corresponderle de la misma forma, como lo había hecho durante su vida juntos.
–Sra. Reynolds –la llamó para cerciorarse de que dormía.
–¿Necesitas algo? –indagó Darcy solícito, encontrándose con su profunda mirada y una sonrisa que lo cautivó.
–Sí –respondió en un susurro, rozó su rostro y capturó su boca con los labios, deleitándose con su mágica réplica, permitiendo a los dos expresar el perenne anhelo y la insondable necesidad que tenían del otro. –Pensé que querrías descansar de mí unos días –indicó a unos centímetros de ella.
–He luchado en vano. Ya no puedo más. Soy incapaz de contener mis sentimientos. Permítame que le diga que lo admiro y lo amo apasionada...
Darcy la interrumpió con un beso haciendo honor a esas palabras, olvidándose del mundo, excepto por el niño que él cargaba y la bebé que su esposa sostenía en brazos. Se perdieron unos minutos en esas caricias que los devoraban, no se percataron de que el vehículo se detuvo, de que la puerta se abrió y de que la Sra.
Reynolds abandonó su asiento.
–Parece que ya estamos en casa –musitó Darcy al darse cuenta de la ausencia de su acompañante y su inestimable discreción, muy diferente a la del personal de Rosings.
Lizzie suspiró decepcionada.
–Aunque no por eso voy a dejarte alborotada –dijo incorporándose, se bajó del vehículo encontrándose con el lacayo que esperaba prudentemente y ofreció la mano a su mujer.
Darcy dio su brazo libre para escoltarla hasta su alcoba, donde, tras entregar a sus hijos al aya, se encerraron el resto de la tarde.
Lizzie despertó sintiendo un agotamiento general, reconociendo que sus hijos no eran los responsables de su desvelo: se había despertado para alimentar a su pequeña y después, su marido se había encargado del resto. No se quería mover de la cama y se percató de que Darcy ya no estaba con ella, la luz que entraba por las orillas de las cortinas era intensa y había un extraño silencio en la alcoba. Se sentó súbitamente en la cama percibiendo un mareo, se llevó la mano a la frente para recuperarse y observó la cuna vacía y sobre la mesa una charola con un plato de frutas acompañado de un vaso de jugo y un ramo de flores. Sonrió al ver que la ropa del día anterior ya había sido alzada y que Darcy le había dejado sobre el sillón una bata para cubrirse. Se puso de pie y se colocó la prenda, se acercó a las cortinas y las abrió dejando entrar los rayos de sol que la confortaban.
El silencio fue interrumpido por el llanto de una pequeña hambrienta en la habitación adyacente, por lo que Lizzie se dirigió hacia ella, abrió la puerta y vio a la Sra. Reynolds tratando de tranquilizarla, mientras los otros niños jugaban en el suelo.
–Buenos días Sra. Darcy, disculpe que la hallamos despertado.
–Si son más de las diez.
–El Sr. Darcy pidió que no se le molestara –explicó mientras le entregaba a la niña.
Lizzie se sentó y le pidió una sábana para cubrirse, no quería que se percatara de su desnudez, ya había tenido suficiente bochorno con saber que los había visto besándose en el vehículo. Sintió sonrojarse y su color se incrementó al escuchar a la Sra. Reynolds que le dijo:
–Sra. Darcy, le agradezco de todo corazón que haga tan feliz a mi amo.
La puerta de la habitación principal se abrió y entró Darcy, la Sra. Reynolds hizo una reverencia y se retiró. –¡Vaya! ¿Acaso ese hermoso rubor en sus mejillas lo he provocado yo, Sra. Darcy?
–Sí, usted es el causante –dijo con una sonrisa.
–Espero, al menos, no haberla asustado –indicó mientras se sentaba a su lado, colocaba sobre la mesa el plato de frutas que le había traído y la besaba, recorriendo su pierna con la mano.
–Darcy, están los niños –musitó.
–¿Lo dices por el beso? Ya te he besado en su presencia.
–No, por tus caricias.
–¿En la pierna?, ¿en la cadera?, ¿en...?
–Por lo que dejas destapado a tu paso.
–Pero si es una belleza –afirmó viendo el resultado y sintiendo la mirada de censura de su mujer–. ¿Me dejarás si te cubro?
–¡Eres incorregible!, gracias a Dios –dijo curvando sus labios y provocando a su marido para que la besara y continuara por unos momentos más.
–¿Pudiste descansar? –indagó Darcy cuando se incorporó para coger el plato de fruta y darle de comer a Lizzie.
–Lo que el Sr. Darcy me dejó.
–Entonces le pediré a la Sra. Reynolds que vigile que descanses en el día.
–¿A la Sra. Reynolds?
–Sí, yo tendré que salir.
–¿A dónde?
–A... la fábrica de porcelana.
–¿Solo?
–Me acompañará el Sr. Boston y el Sr. Webster.
–Entonces la Sra. Willis irá contigo –dijo con decepción.
–Lizzie, sabes que ella no significa nada para mí.
–Pensé que nuestra luna de miel duraría más tiempo.
Darcy la tomó del cuello y la besó.
–Regresaré pronto –prometió, volviéndola a besar y se marchó.
Transcurridos unos minutos, la Sra. Reynolds se presentó con el desayuno para su señora, quien lo comió en su compañía y se retiró a darse un largo y relajante baño, para luego llevar a sus hijos al jardín y al salón de juegos para pasar un día agradable mientras su marido regresaba.
Todo aconteció con normalidad hasta que Lizzie, jugando con sus hijos en el salón, se percató de que había menos luz de la acostumbrada. Se levantó y se asomó a la ventana para contemplar el cúmulo de nubes que se estaba juntando, cubriendo las cercanías. A los pocos minutos se desató una tormenta y se impacientó aún más cuando el Sr. Smith confirmó sus sospechas de que Darcy había ido a caballo. Aguardaron a que bajara la lluvia pero no amainaba y, esperando que Darcy estuviera resguardado en la fábrica, Lizzie pidió al cochero que fuera a buscarlo, sabía que los caminos se volvían peligrosos con tanto barro mojado aun cuando fuera un excelente jinete.
El Sr. Petterson fue y regresó con la novedad de que el Sr. Darcy y su comitiva habían salido de la fábrica antes de que comenzara a llover, sin encontrarlos en el camino que el amo tomaba regularmente.
–¡Sra. Darcy! –gritó un lacayo interrumpiendo la entrevista de su ama con el chofer, quien estaba informándole de sus hallazgos–. Se acercan unos caballos por el poniente.
Lizzie salió corriendo a las escaleras, bajó lo más rápido que pudo y recorrió el pasillo hasta llegar a la puerta mientras un mozo abría y entraba Darcy mojado, abrigado únicamente con la camisa y el chaleco. A Lizzie no le importó y lo abrazó olvidándose de todos los presentes, él correspondió aunque temblaba de frío. Lizzie se separó y le preguntó:
–¿Estás bien?
–Sí, aunque vamos a necesitar un doctor.
–¡Vienes empapado! ¿Estás herido?
–No es para mí –aclaró cuando se giró y Lizzie se dio cuenta de la compañía que traía.
Estaba el Sr. Webster y el Sr. Boston con la Sra. Willis en brazos, cubierta con la levita de Darcy, la falda desgarrada y manchada de sangre.
–El carruaje de la Sra. Willis se volcó, su chofer murió y ella se lastimó la pierna –explicó Darcy al darse cuenta del cambio de expresión de su esposa–. Sr. Smith, envíe a buscar al médico, prepare habitaciones para la Sra. Willis y el Sr. Boston y asigne una doncella para ayudar a la señora.
–Sí señor. Si es tan amable de seguirme –pidió el Sr. Smith.
–Usted Sr. Webster, vaya a darse un baño y lo veo hasta mañana.
–Pero señor, usted...
–Yo haré lo mismo, mañana no me servirá de nada si se enferma.
–¡Muchas gracias Sr. Darcy! ¡Su maravilloso vendaje me salvará la vida! –gritó la Sra. Willis.
–¿Tu vendaje? –indagó Lizzie a su marido–. ¿Le vendaste la pierna?
–Sí, estaba sangrando mucho –explicó mientras los otros se alejaban.
–¿Qué parte de la pierna?
–En... en el muslo –aclaró con cierto nerviosismo, sabiendo que su mujer se disgustaría, pero de nada serviría ocultarlo.
–¿Eras el único que podía ayudarla?
–Los otros no saben de primeros auxilios.
–No parece que estuviera agonizando.
–No iba a permitir que muriera en mis brazos.
–¿En tus brazos?
–¡Es un decir!, yo la saqué del carruaje, la jalé para que no cayera al precipicio.
–Y ahora la invitas a pasar aquí la noche.
–Lizzie, no es una invitación. La estoy acogiendo porque mandarla a su casa sería un asesinato con esta tormenta.
–Aun así, mandas a que busquen un doctor en lugar de que la lleven a su casa.
–¡Es lo que debo hacer como anfitrión! Además, no tiene familia, está sola.
–Está sola porque quiere, ¡lo único que le importa es vengarse de mí! ¿Y si tu lacayo muere o el doctor sufre un accidente?
–Espero que no suceda, pero sería en el cumplimiento del deber.
Ella se giró para dirigirse al área de servicio, subir por esas escaleras y evitar encontrarse con los huéspedes. –Lizzie, sabes que es lo correcto –dijo deteniéndola.
–Sí, la razón me dice que es lo correcto pero el corazón me dice todo lo contrario. ¿Qué dice tu corazón? –Que no tiene la mayor importancia.
–Entonces ve y cumple con tus deberes de anfitrión y a mí déjame tranquila.
–Mi primer deber es para con mi esposa.
–Entonces sácala de esta casa.
–Sabes que no puedo hacerlo, pero evitaré a toda costa su presencia. ¿Me permitirás la entrada a nuestra habitación? Necesito cambiarme.
–¡Yo voy con mis hijos, tú puedes hacer lo que te plazca!
–Esperaba gozar de tu compañía en la bañera.
Lizzie gruñó exasperada viendo un atisbo de burla en los ojos de su marido, se giró y se marchó rápidamente. Se dirigió al salón de juegos para pedirle a la Sra. Reynolds que le ayudara a llevar a sus hijos a su alcoba y prepararlos para dormir, así estaría con ellos y vigilaría de cerca a Darcy.
Cuando los niños ya estaban dormidos en sus cunas, al igual que Stephany en sus brazos, Lizzie despidió a la Sra. Reynolds. Quería dilatarse más tiempo para evitar otra discusión pero estaba cansada y tal vez su marido ya estaría dormido, desde hacía rato no se escuchaba ruido en su alcoba, aunque estaba segura de que seguía allí. Cerró con llave la puerta de acceso que daba al pasillo, apagó todas las velas de la pieza excepto una que se llevó para alumbrarse y se introdujo en su habitación.
–¡Vaya! Pensé que dormirías con tus hijos –dijo Darcy acostado en la cama con el dorso descubierto y un libro en las manos mientras la observaba acostar a su bebé.
Lizzie no contestó pero deseó decirle que esa noche no pensaba dejarlo solo, no con esa mujer en la casa, por más enojada que estuviera.
–Te estuve esperando para cenar, disculpa que me haya adelantado pero dijiste que... te dejara tranquila. ¿Estás más tranquila?
El silencio le dio la respuesta que pedía mientras su mujer se retiraba al vestidor.
–¿Necesitas que te ayude con el vestido? –indagó antes de que ella cerrara la puerta con ímpetu.
Lizzie apretó los dientes con todas sus fuerzas, lamentándose el arrebato de rabia que había provocado que su vela se apagara, su orgullo le impedía regresar para buscar otra, ahora tenía que caminar en la oscuridad y buscar el camisón más pudoroso que tuviera para que su marido no se acercara a ella. La puerta sonó y se escuchó tras esta:
–Lizzie, ¿quieres la lámpara de aceite? Esta no se apaga tan fácil.
Se tapó la cara con las manos para controlar la ira que sentía desbordar, era tan servicial pero no se le escapaba su mordacidad. Consciente de que se tardaría mucho tiempo en realizar su tarea sin luz y su vestidor acabaría revuelto, dándole oportunidad a continuar con sus alusiones, decidió aceptar su ofrecimiento y giró sin recordar que había una mesa con la que chocó. No pudo evitar su lamento y al instante se oyó que Darcy intentaba abrir la puerta que ella había cerrado con el picaporte.
–¡Lizzie! –exclamó preocupado, deseando entrar para ayudarla, para convencerla de que sus celos eran infundados, de que ella era la única razón de su existir y que deseaba amarla todos y cada uno de los días de su vida–. ¿Estás bien? –indagó en un tono más controlado, sin reflejar su verdadero sentir, como un padre que ve con dolor a su hijo sufrir por algo que se pudo haber evitado fácilmente.
La puerta se abrió y Lizzie apareció erguida y serena, tomó la lámpara de aceite que le ofrecía y volvió a cerrar la puerta. Enseguida, se masajeó la rodilla que se había lastimado, siempre la misma, sintiendo sus ojos llenarse de lágrimas, deseando que fuera su marido quien la confortara, pero el orgullo le imposibilitó mostrarle su necesidad. Intentó caminar pero todavía le dolía, continuó avanzando para cambiarse, asearse y acostarse en el tiempo que normalmente lo hacía.
Salió con algunos minutos de retraso, ataviada con un camisón blanco de manga larga que le cubría del cuello hasta el tobillo, dejó la lámpara sobre el buró de su marido, quien la observaba en silencio, se dirigió al otro lado de la cama y se recostó dándole la espalda y guardando toda la distancia que pudo.
Darcy colocó su libro en el buró, apagó la vela y se colocó de costado, a pocos centímetros de tocarla, aspiró su aroma lamentando haberla provocado.
–Tal vez sientas calor con ese camisón, prometo que no te tocaré si no quieres.
–¿Lo prometes?
–Sí, lo prometo.
Lizzie se puso de pie de espaldas a él, mientras Darcy la observaba con la irrisoria luz de la chimenea y aspiró profundo para controlarse al ver su hermosa silueta despojada del camisón, lamentándose haber prometido semejante sandez. La prenda fue a parar al sillón, donde tendría que haber llegado en otras circunstancias pero con un final feliz. Lizzie se introdujo entre las sábanas, de espaldas a su marido como haciéndole una invitación. ¡Si quería castigarlo, esa era la peor forma de lograrlo!
La disyuntiva en que Darcy se colocó fue terrible: no sabía si pasar por alto su promesa, justificándose al reconocer que él esperaba que se cambiara de camisón, pero la formación de caballero le decía que tenía de respetar la decisión de su mujer y mantener sus promesas a costa de lo necesario. Después de varios minutos de intensa deliberación interior, se giró para no caer en la tentación. Aún así tardó varias horas en dormir.
Lizzie suspiró profundo advirtiendo que había dormido espléndidamente, sentía el calor de su marido en la espalda y un brazo que la atrapaba. Se giró para sentirlo más cerca y se acurrucó en su pecho, anhelando que sus manos la acariciaran. Su deseo se hizo realidad cuando él inició su recorrido y la besó repetidas veces en la cabeza. Lizzie, disfrutando del momento, dobló la rodilla para acercarse más a él y esta le dolió, trayendo el recuerdo del día anterior como un rayo que la separó de él. Ella se sentó y se cubrió con la sábana.
–¡Me lo prometiste! Me prometiste que no me tocarías –dijo enojada.
–Yo cumplí mi promesa, eras tú quien... Pensé que ya me habías levantado el castigo.
–¡No! ¡Hasta que esa mujer se vaya de esta casa!
–Entonces hoy mismo la mandaré a la suya. ¿Suficiente? Ahora regresa conmigo.
Lizzie protestó y se levantó, pero al percatarse de su desnudez volvió a la cama a cubrirse con las sábanas. –Si te quieres levantar y dejarme aquí, puedes hacerlo, soy tu marido y te conozco muy bien.
–¿Y darte el placer de admirarme? ¡No!
Darcy cerró los ojos divertido pero Lizzie no se movió, sabía que en cuanto sintiera movimiento los abriría y no quería darle ese gusto. Stephany empezó a llorar desesperada.
–Tu bebé tiene hambre, no se despertó en toda la noche. Por favor dale de comer –pidió reticente, sin dar muestras de querer ir por ella.
–¿Acaso el Sr. Darcy ha olvidado su caballerosidad? –indagó Lizzie controlando su ira.
–El Sr. Darcy es un hombre imperfecto, casi no durmió, atormentado por la desnudez de su esposa – respondió con calma a dicha provocación, sabía que si reaccionaba de otro modo solo agravaría el problema. Lizzie se cruzó de brazos y se recargó en la cabecera mientras Darcy se acomodaba de costado para dormirse un rato. El llanto de Stephany se hizo más urgente, por lo que la madre intentó salir de la trampa que ella había tendido, tapándose con la sábana y tratando de alcanzar el camisón ubicado en el sillón, pero la sábana estaba atorada bajo el cuerpo de su marido, quien la contemplaba sonriendo. Lizzie le lanzó una mirada reprobatoria, él se puso de pie y cargó a su hija, sentó a su mujer en la cama y él a su lado para poner a la pequeña en sus brazos destapándola para que la alimentara. Luego alzó su rostro y la besó tiernamente. –Enojada te ves preciosa, aunque no tengas razón de estarlo.
Darcy se levantó y se retiró a su vestidor mientras su mujer se quedaba con la ira de los sentimientos encontrados: deseaba que se fuera y que la dejara tranquila, pero anhelaba más sus besos y sus caricias. El deseo que había despertado solo con esa atención, esas palabras y ese beso, lo iba a traer el resto del día en constante batalla con su orgullo.
La lluvia ya había cesado pero el sol se negaba a calentar, cobijado bajo una densa capa de nubes, cuando Darcy salió del vestidor para encontrarse con la alcoba abandonada, sintió cierta tristeza al escuchar ruido en la habitación lindante y saber que no sería bienvenido si se presentaba. Aún así, era su familia y deseaba ver a sus hijos y a su mujer, por lo que se armó de valor y cruzó la puerta con el corazón latiéndole aceleradamente. Los niños se apresuraron al verlo y él los cargó robándoles unas cuantas risas. Sabía que Lizzie seguía enojada con él, por lo que se acercó a ella y la besó en la frente, luego se retiró. Bajó las escaleras y en el pasillo del segundo piso se encontró con el Sr. Smith y el Dr. Thatcher, saliendo de una de las habitaciones para invitados. Él se aproximó para saludar y el médico, tras preguntar por su familia, le indicó el estado de su paciente mientras retomaban el paso.
–La Sra. Willis presenta un poco de fiebre. –¿La pierna se ha infectado?
–No, en realidad es un resfriado. Tengo entendido que usted le vendó la herida.
Darcy asintió.
–Gracias a ello no tendrá más consecuencias que unos días de reposo para cicatrizar y recuperarse de la gripe que la aqueja. Pudo haber sido mucho más serio si el sangrado no se hubiera atendido a tiempo. –Entonces, ¿hoy podrá regresar a su casa?
–Con este tiempo que no mejora no es conveniente. Estos cambios de temperatura son una locura y en tales condiciones su estado podría empeorar. Mañana vendré a revisarla para evitar que la pierna se infecte. Ya indiqué a la doncella que la acompaña todo lo necesario para su adecuada convalecencia.
–Le agradezco mucho que haya venido –dijo, disimulando la molestia que sus palabras le ocasionaban al pensar en la reacción de su mujer cuando supiera la noticia.
–Me alegra que su familia se encuentre bien.
Darcy lo acompañó hasta el carruaje y luego fue a buscar a su caballo para cabalgar en las cercanías, resignándose al injusto enojo que Lizzie mostraría en los siguientes días.
Como era de esperarse, Lizzie investigó con el mayordomo el estado de salud de la Sra. Willis y este le respondió lo que el médico había indicado, insistió en averiguar cuándo podría regresar a su casa pero el mozo no supo darle detalles. Cuando Darcy se presentó en el salón de juegos, Lizzie le hizo la misma pregunta, a lo que él contestó:
–No lo sé, el Dr. Thatcher dijo que mañana vendrá a revisarla. En realidad, la única razón por la cual me interesa su salud es para que se vaya, no me gusta que estés enojada conmigo.
Aunque esas palabras casi derritieron a Lizzie, no dio su brazo a torcer. Sin embargo, ya no se mostraba tan molesta, en el fondo tenía que reconocer que se había enamorado de su esposo por lo compasivo y generoso que era con los demás. Ahora había sido servicial con una persona que había necesitado de su ayuda, si bien esa persona era la que podría llegar a odiar con enorme facilidad, la mujer que quería compartir la cama con el Sr. Darcy: eso era algo que no podía olvidar.
Tras haber atendido algunos asuntos en su despacho, Darcy regresó al lado de su mujer y disfrutó el resto de la tarde en compañía de sus hijos.

LOS DARCY: UN AMOR A PRUEBA.Nơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ