T R E

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... La puerta chirrió un poco cuando fue empujada por Alessandro. Era madera vieja de más de cien años, era un milagro que incluso siguiera de pie sin que cayera por un empujón. Pero, ¿no la caoba era dura?

Si algo tenía el Vaticano, era su buen gusto en muebles; aunque Alessandro sabía que el ochenta por ciento de los mismos, eran patrimonios robados.

Por ahora, nada de ellos importaba.

Gente que pasaba de rápido, lo miró. Chicas le dedicaban más de una mirada, hombres solo lo miraban inquisitivos, pero ninguno de ellos le dedicó al menos una palabra. No le importaba por supuesto.

Tomándose de valor, sacó primero un pie. Fue un movimiento leve, como si con ese paso, algo le dijera como es que depararía su futuro, sobre todo aquello que iba a hacer una vez estando totalmente afuera.

Estaba emocionado, asustado y... feliz. Más allá de cada una de aquellas emociones mezcladas, era feliz. Alguien ajeno a él había luchado por algo que quería. Para alguien en el mundo, él era especial.

Qué triste sería la realidad al desear que fuera especial para aquellas dos personas que lo abandonaron.

Sacudiéndose aquellos pensamientos intrusos, tomó aire y salió.

Sus buenos modales no le impidieron darse vuelta un segundo para cerrar aquellas pesadas puertas de madera que se cerraban con una cerradura vieja y una pequeña llave. Lo único que diviso, fue a la pequeña Ana dándoles un par de pulgares arriba. Alentándolo.

Cuando se giró de nuevo al mundo, todo le parecía demasiado brillante.

Aquellos ojos grises clarísimos, escanearon de un lado a otro todo su entorno. Gente parloteaba de un lado a otro, algunos hablaban, otros gritaban, más allá reían y, sin decencia, otros más se besaban.

La gente afuera era libre de hacer lo que quisieran. Mientras él fue inculcado a que la diversión, el amor —hacia alguien ajeno a Dios—, el ruido constante y el parloteo sin sentido —al menos que fueran oraciones— era pecado; toda esa gente lo hacía sin miedo. No tenían a que de repente un látigo les diera un azote en la espalda por haber pronunciado mal alguna palabra. No tenían miedo de ensuciarse y al hacerlo, recibir un baño de agua helada a la interperie. No tenían miedo de reírse fuerte, por miedo a una bofetada y un duro «cállate». Estaba ahí... libre.

Podía hacer todas esas cosas en el momento.

No había nadie que le impusiera nada. Era, por primera vez, normal.

Alguien paso a su lado dejando una estela de perfume que él olió. No se fijó en la persona, pero si en el olor.

Alessandro no tenía consciencia de lo que era el perfume, pero ahora sabía que había olores más dulzones y preciosos que el de los Santos Óleos. Siempre le había fascinado el olor de los óleos, él incienso y las velas aromáticas —algunas veces solo le gustaba el olor de la cera derretirse. En ese momento, supo que había más olores, unos más preciosos que podía conocer. Aquel primer perfume era su olor favorito —por ahora.

Dio tan solo dos pasos, antes de que un sonido parecido al de las campanillas de la iglesia que pedían el arrodillarse después del evangelio, le alertaran de algo.

Solo bastaron unos tintineo y un gran —: ¡Fíjate idiota!—Para que Alessandro estuviera más embelesado.

Dentro del Vaticano, también había recibido insultos. Bastardo, era el más común —aunque aún siguiera sin averiguar su significado. Por lo que había escuchado, aquella persona lo había llamado idiota, de ese si sabía. Varias veces, cuando era niño y otros de afuera iban a catecismo (para hacer su primera comunión y confirmación), escuchaba a menudo esa palabra. Algunas veces era por insignificantes peleas, otras, para ofender. Aquella vez, había sido la quinta que un niño la pronunciaba. Había estado curioso ante su significado, así que le preguntó a la madre superiora. Esta, a su vez le había explicado que era una forma violenta y pecaminosa de llamar a alguien tonto.

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