La ortodoncia (Parte II)

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Al acabar y retorcerme cual personaje poseído entre sus piernas, nos percatamos de que la ventana estaba abierta. Lejos de preocuparnos, echamos a reír como dos adolescentes que se fuman su primer porro y, envueltos en aquella agradable hilaridad, procedimos a continuar con su revisión:

—Ania, te diré que hoy mismo te irás a casa sin los brackets.

—¿¡En serio!? —dijo sonriente.

Jamás pensé que me haría tan feliz ver el resultado de uno de mis trabajos. Había arreglado infinidad de bocas, algunas de ellas con dientes espeluznantes que parecían sacados de filmes de terror, y nunca me sentí tan satisfecho al convertirlas en bocas normales. Ania en sí era una obra maestra, una que me alteraba y serenaba a su antojo.

El tirante de su vestido se deslizó dejando una de sus areolas al descubierto. Era totalmente consciente de ello, pero disfrutaba poniéndome nervioso:

—Por favor, tápate. Necesito estar concentrado —supliqué.

Obedeció entre risas, contenta por quitarse al fin los hierros y también por volver a dejar claro quién de los dos mandaba.

Me esmeré en no dañarla, no quise rozar siquiera levemente sus encías, y después apliqué el flúor. Quería que se viera perfecta, que recordara aquel día como un instante feliz, y así fue. Al mirarse al espejo lloró de alegría. Estaba harta de la ortodoncia y tras abrazarme continuó mirándose unos minutos, alabando mi labor y llegando incluso a ruborizarme:

—Bueno, no es para tanto, preciosa. Tú tenías una buena materia prima —dije en un intento de mostrarme modesto.

—Doctor, en serio. Ha sido increíble.

«Doctor», repetí en mi mente. Llevaba dos años viniendo a la consulta y manteniendo relaciones íntimas conmigo mientras me decía «papi», «tesoro», «bombón» y hasta «cariño», y ahora volvía al frío y distante «doctor». Me resultó chocante y como si quisiera erigir un muro de muchos metros entre ambos al llamarme de esa forma.

—¿Doctor? —pregunté frunciendo el ceño—. ¿Te parece adecuado llamarme así dadas las circunstancias?

—Bueno, en realidad ahora que ya no tendré que volver a la consulta me pareció oportuno rescatar los formalismos.

—Perdona, ¿qué?

—No quiero parecer insensible, pero tú sabías que esto era temporal. Y además estoy casada.

—Ania, la gente se divorcia. No se acaba el mundo.

—Ay, Dios mío, ¿te has enamorado?

Su expresión de horror fue suficiente para rescatar mi versión más vanidosa y soltar una negativa como respuesta, aunque ambos supiéramos la verdad.

—Veo que sólo te interesan las relaciones profesionales —expresé molesto. Ante su silencio, agregué—: Quizá vaya siendo hora de que te vayas.

—Está bien. Pero quiero que sepas que lo he pasado muy bien. No me arrepiento.

—Claro que no, además te he hecho muy buenos descuentos, descuentos nada desdeñables, ¿no es así?

—¿Insinúas que me he prostituido por un puto aparato de dientes?

De acuerdo, me pasé tres pueblos. No estuvo bien decirle eso a una mujer con la que había pasado buenos ratos, y por mucho que me molestase su rechazo en ese instante, no tenía derecho a acusarla de algo tan feo.

—Perdona, yo...

No permitió que acabara mis disculpas. Tomó su abrigo y salió dispuesta a abandonar la consulta.

Obviamente salí tras sus pasos y vi cómo, aparte de agarrar al marido despojo por la mano diciéndole que ya era hora de marcharse, ambos se iban sin pagar. Aurora, mi secretaria, no se inmutó, por lo que, alterado, le increpé:

—¿¡Es que no estás atenta a cuando un paciente se va sin pagar!?

La muchacha me miró con pánico. Normalmente se mostraba relajada, serena ante cualquier circunstancia compleja, por lo que su expresión se me antojó rara y nada halagüeña.

—¿Quieres responderme? —solicité.

—Ella nunca paga... Al principio se le cobraba como socia, tal y como me indicó, pero hace unos meses dijo que usted se encargaba. Y por los ruidos que se escuchaban tras la puerta intuí que se trataba de su novia... Yo...

Los demás pacientes nos observaban desde la estupefacción, intrigados ahora por conocer cómo continuaría aquella telenovela barata que estaban presenciando.

—Ella no es mi novia. ¿Me estás diciendo que le hemos regalado una ortodoncia a una paciente? Una cosa es hacer un descuento a los socios, pero esto...

Aurora estaba a punto de llorar, creyendo que le tocaría pagar la suma acumulada después de tantas consultas con Ania y, dándome cuenta de lo estúpido que había sido al dejarme llevar por el deseo en el trabajo, decidí cerrar el asunto trasladándole que no tenía importancia y que debíamos continuar con las citas. La guasa en los rostros de los presentes me obligó a añadir:

—Ah, y toma nota, Aurora: ¡en esta consulta ya no se hacen descuentos!

Wet tales (Cuentos eróticos)Where stories live. Discover now