Capítulo 2. | Cosas del destino

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No soy un pájaro y ninguna red me atrapa. Soy un ser humano libre con una voluntad independiente.

Jane Eyre de Charlotte Bronte.

Las mujeres en mil ocho cientos cuarenta y cinco eran simples objetos de decoración a la vista de la sociedad. Complementos de los que presumir. Objetos sin decisión ni opinión. La vida no era sencilla si eras mujer: del padre al marido sin estudiar ni posibilidad de sueños. ¿Ser libre? ¿Decidir no casarse? ¿No tener hijos? Eran asuntos impensables, imposibles para ellas. Mal tratos, silencio y normas retrogradas. Sin importar si eran ricas o pobres. Si eran nobles o plebeyas.

Por fortuna, había semillas. Semillas implantadas en los corazones de algunas luchadoras, de algunas atrevidas. Semillas que se desarrollaban en rebeldía y de la rebeldía se transformaban en cambio. El grupo de las beldades problemáticas, de las rebeldes, de las intransigentes y de las luchadoras; era el mejor ejemplo de aquello.

El carruaje de la Condesa de Derby alejó a Diana de la inflexible custodia de su madre para llevarla a Stanley's House, la formidable propiedad de los Condes. El intachable esposo de Karen fue el encargado de recibirlas y de dar la bienvenida a la señorita Towson personalmente. Le fue asignada una habitación con emblemas en las paredes y grandes ventanales que eran cubiertos por enormes doseles de terciopelo azul. Descansó por un largo período de tiempo, no queriendo molestar al matrimonio.

A media tarde, se ofreció para ayudar con el pequeño William, el primogénito de los Condes, y dieron un agradable paseo por los jardines. El ambiente era tranquilo, los ruiseñores canturreaban desde las ramas más altas mientras que el sol daba sus últimos respingos de luz sobre las flores.

No obstante, y como no podía ser de otra forma, esa inédita tranquilidad se vio interrumpida por el traqueteo de un carruaje.

—Se aproxima un carruaje, Diana —mencionó lo obvio la Condesa—. Espero que sea Helen. He invitado al resto de las integrantes del grupo.

En efecto, la prima de Karen, Helen Bennet, Condesa de York, fue una de las primeras damas en llegar. Baja, rubia y delgada, descendió del vehículo con un salto poco femenino. El demonio vestido de ángel.

Karen y ella se acercaron al patio principal para saludarla y darle la bienvenida. Diana, que no conocía a la Condesa, se mantuvo con una sonrisa discreta hasta que su amiga la presentó. Le habría dado un beso en el dorso de la mano, pero Helen la abrazó y la besó en la mejilla como si los rangos no existieran.

—¿Cómo estás, Helen? —preguntó Karen.

—Todo lo bien que puede estar una mujer lejos de su tedioso esposo y sus hijos demandantes —repuso con una sonrisa bien abierta mientras subía los peldaños del vestíbulo.

Y con ese comentario se sentaron en la salita de visitas hablando de temas nada apropiados durante algunas horas. Diana supo que Helen amaba a su marido y a sus hijos, pero que estaba cansada de tener que fingir ser la mujer perfecta. La mujer que se levantaba cada mañana para revisar los desayunos de sus vástagos y le ataba el corbatín a su esposo antes de que saliera hacia sus reuniones importantísimas. ¿Pero quién se ocupaba de Helen? ¿Quién le preguntaba sobre su estado? ¿Quién le ataba el pelo si no lo tenía en su correcto lugar? Nadie. Ella debía hacerse cargo de todos mientras que nadie se hacía cargo de ella.

La hermana de la cuñada de Diana, Catherine Raynolds, Duquesa de Dunster, se unió a ellas poco menos de una hora después. Una mujer de pelo castaño y ojos vivaces que se removían al son de sus infinitas pestañas. La abrazó y le preguntó por su hermano Daniel antes de sentarse.

El Duque y la PlebeyaNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ