Capítulo 4. | Un hombre imposible

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No hay mayor agonía que llevar una historia no contada dentro de ti.

Maya Angelou.
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El salón de Stanley's House estaba lleno de invitados. Para el pesar de la Condesa y su frágil mal humor. Karen Stanley odiaba ese tipo de reuniones, pero debido a su esposo, un hombre bien posicionado, debía ofrecer eventos de esa índole con frecuencia. Por supuesto, que la esplendorosa visita del primer ministro, había sido el motivo principal por el cual, las beldades problemáticas, se vieron envueltas en medio de una tediosa y protocolaria fiesta de sociedad.

—Cuando vine aquí, pensé que podría escapar de todo esto —musitó Helen, en tono de hastío—. Si alguien me necesita, estoy en el balcón —cogió una copa, y salió de ahí claramente agobiada.

—No seamos duras con Karen, suficiente carga tiene —abogó Sophia Peyton, mientras los hombres pedían un baile con ella al Conde de Derby, su protector en ausencia de su hermano, el Conde de Norfolk.

—La verdad sea dicha: a mí me encantan estos eventos —convino Catherine Raynolds, llevándose los impertinentes a los ojos para ver qué se cocía desde lo alto de las escaleras.

—Eso es porque desde que te casaste con Lord Raynolds, te has convertido en una arpía —espetó Diana, que conocía perfectamente las andanzas de su amiga en los grupos más selectos. Se dedicaba a esparcir rumores de quienes peor le caían y a curiosear con el objetivo de ser la reina de las confidencias más suculentas.

—Querida, ahora soy la mejor versión de mí misma. No me he convertido en nada, cualquiera diría que soy una mariposa y que antes era un gusano —expresó, divertida; viendo como Lady Sarah Melowell colocaba su mano en la cintura de Lord Rewun sin ninguna consideración ni disimulo—. Esto tengo que apuntarlo —sacó una libreta minúscula del ridículo y apuntó los datos que le servirían como arma ante cualquier situación.

Diana negó con la cabeza, no tenía remedio. Cuando Catherine se ponía en ese estado, era mejor dejarla sola; así que bajó dos peldaños, encontrándose con Karen, que subía con cara de indolencia. 

—Lo siento —se excusó por décima vez la Condesa—. Esto tendría que haber sido una reunión de la agrupación...

—Eh... —Diana le dio un apretón en el brazo—. No pasa nada, no te ofusques. Sé que no has tenido más remedio. En realidad, la culpa la tiene el primer ministro. ¿Por qué tenía que presentarse aquí?

—Su mujer está dispuesta a casar a su hija a cualquier precio. Y sabe que mi esposo es muy generoso. Ella sabía que viniendo aquí, ofreceríamos una fiesta en su honor, y así la niña podría codearse con los nobles de mejor reputación. Incluso —bajó la voz una octava, a modo de susurro—, me atrevería a decir que pretende casarla con Henry.

—¿Con Lord Manners? ¿Acaso no sabe de su pésima reputación? —inquirió, removiendo su barbilla hacia arriba con un gesto soberbio—. ¿Qué clase de madre permitiría que su hija se casara con semejante calavera?

—Una desesperada. La pobre Amy no es muy agraciada y sólo le queda la posibilidad de casarse con un hombre con menos cualidades, por decirlo de alguna forma.

—Entiendo —suspiró sonoramente, mirando hacia abajo. Encontró con la mirada a Lord Manners. Estaba asediado por Lady Kitrey y su hija—. No me da ninguna lástima. Aunque creo que no serán capaces de cazarlo.

—Hablas como si lo conocieras —comentó Karen, sonriendo.

—Lo conozco suficiente desde el incidente en el lago. Es un hombre demasiado cerrado, frío y egocéntrico. ¿Te puedes creer que no me dedicó ni una sola palabra de aliento? Tan sólo se limitó a cumplir con su deber. Incluso me regañó un par de veces.

El Duque y la PlebeyaWhere stories live. Discover now