Capítulo 5.| Matrimonio forzado

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Hay gente que, cuanto más haces por ellos, menos hacen por sí mismos. 

Emma de Jane Austen.

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En las fiestas campestres de la alta sociedad, se solía comer y beber en exceso. Fruto de la ociosidad y de la desidia. Y ese día no fue diferente. Tan sólo los Towson se limitaron a comer lo necesario para luego salir a dar una vuelta por el jardín.

Diana se colgó de los brazos de sus hermanos y juntos iniciaron una caminata entre los setos y las flores meticulosamente plantadas. El silencio era profundo salvo por el zumbido de los insectos y el trino ocasional de algún pájaro que se atrevía a desafiar al sol del mediodía.

No esperaron encontrar, al doblar la esquina y sentados, al Duque de Rutland junto a la esposa del primer ministro y su hija. Por lo visto, a ellos tampoco les agradaba el abuso de la comida y también se habían alejado de la multitud.

Diana se puso en tensión cual ardilla saltarina. Primero, por la presencia de Lord Manners. Y segundo, por las miradas poco amistosas de las Kitrey. Sólo estaban ellos seis y hubiera sido de muy mal gusto pasar de largo sin saludar. Pero no lo podían hacer porque no habían sido debidamente presentados. En ese caso, le tocaba al Duque realizar las presentaciones correspondientes entre los Towson y las Kitrey. Siendo el único que conocía ambas partes o al menos, a Diana.

—Permítanme que las presente —se incorporó Lord Manners dedicándole una mirada de desaprobación de la que ella no entendió su causa—. Señorita Towson, ellas son Lady Melanie Kitrey y, su hija, Amy.

A Diana no le quedó más remedio que efectuar una reverencia rígida en la que quedaron reflejadas sus escasas dotes de cortesía.

—Ellos son mis hermanos. —Ahora le tocaba el turno a ella—. Daniel Towson, el mayor. Y Luca Towson, mi hermano menor.

Vio por el rabillo del ojo como Lord Manners dejaba ir una pequeña sonrisa nada propia de él, y él mismo debió sorprenderse por ello, porque rápidamente repuso su semblante aristocrático. Eso sí, ya no había rastro de desaprobación en sus ojos helados.

Los chicos Towson hicieron las reverencias exigidas y emitieron palabras formales a las damas.

—Lady Amy —Luca besó el dorso de la mano enguantada de la joven casadera, cargando el momento de demasiada lentitud y poesía silenciosa.

Amy, que nunca la habían mirado de esa forma, se azoró de tal manera, que sus mejillas se mancharon de rojo intenso. ¡El italiano era tan bien apuesto!

—Nosotras ya nos retiramos —intervino Lady Kitrey, mirando con repulsión la escena que se había creado entre los dos muchachos más jóvenes—. Lady Amy debe hacer la siesta. Las damas de bien no andan por ahí después de la comida. Es algo que nos inculcan a las damas nobles desde bien pequeñas. Por eso, tenemos la piel tan clara —Parpadeó en dirección a Diana descaradamente.

Diana, en respuesta, se limitó a reír. A reírse de Lady Kitrey, y de pasada, de sí misma. Aunque hay que decir que lo hizo con mucha discreción y educación. ¿Las damas de bien? ¿Qué era exactamente una dama de bien? ¿Una que anduviera entre los matorrales como si tuviera nubes en los pies? ¡Qué ridiculez! De veras que no le encontraba ningún sentido a nada de eso. Y empezaba a considerar el volver a casa de su madre. Al menos, allí no habría mujeres tan insoportables que la insultaran por el color de su piel.

—¿Qué le pasa a ésta? —espetó Luca, sintiendo hervir su sangre mediterránea tras el comentario insultante hacia su hermana.

—Déjala —calmó Diana—. Ya se han ido.

El Duque y la PlebeyaWhere stories live. Discover now