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Ahí está de nuevo: ese agujero en el estómago que no se sabe dónde empieza; ese peso en el pecho, denso, oscuro. Un dragón de papel; albino, terrible. Su mayor miedo mirándole a los ojos, retándolo a hacerle frente, si se atreve.

Y Agoney le devuelve la mirada. Y la hoja de su libreta sigue en blanco, impoluta, perfecta. Tan perfecta que da pena ensuciarla si no es con las palabras correctas. Y de eso, desde hace al menos medio año, Agoney ya no está seguro.

El bloqueo no es algo nuevo, de hecho, le es más que conocido. Sin embargo, esta vez es diferente; se siente eterno. Es el más largo que recuerda, de eso no cabe duda; y esta vez, Agoney está comenzando a pensar en que realmente está ahí para quedarse, instalándose en forma de barrera invisible en su cerebro, impidiendo que las ideas, los versos, las notas, lleguen si quiera a crearse.

Y no lo entiende, solo que sí lo hace. Su último trabajo fue tan perfecto que teme no poder igualarlo, mucho menos superarlo. Y sabe que el problema es su mente y su manía de sobreanalizarlo todo, de esforzarse en ser perfecto en vez de dejarse fluir. Le encantaría poder dejar de hacerlo, pero le resulta imposible.

Suspira, cansado de encontrarse otra vez en el mismo bucle. Se recuesta en el respaldo de la silla metálica y pierde la mirada en su taza abandonada.

La cafetería en la que deja que su café se enfríe sin apenas haber sido probado es su lugar de creación predilecto. Esas cuatro paredes en el centro de la ciudad, aunque ligeramente escondida para aquellos que desconocen su existencia, han visto nacer la mayoría de sus composiciones. El murmullo de la clientela, junto al zumbido de la maquina de café y el burbujeo de la leche hirviendo, se habían convertido en una banda sonora indispensable en su proceso creativo. Una cortina de ruido informe en la que conseguía aislarse y dejar que sus ideas fluyeran, plasmándolas sin esfuerzo sobre el papel. Pero aquello es pasado, y su libreta sigue en blanco.

Acerca su bolígrafo de punta redonda a la superficie del papel. Le tiembla el pulso y está seguro de que su letra va a ser horrible y que querrá arrancar la hoja nada más acabe para no tener que mirarla nunca más. Pero, para eso, primero debe manchar de tinta el blanco de su libreta. Al primer trazo le seguirá otro, y otro, y una vez que empiece, no podrá parar.

Parece fácil dicho así, pero Agoney sabe que no lo es. Y tira su bolígrafo, frustrado, haciendo que choque con la taza de su café frío.

–Mierda. Joder.

Cierra los ojos y deja caer su cabeza sobre la mesa, sus rizos, tan negros como la tinta que se niega a derrochar, desperdigados por toda la superficie. Suspira, golpeándose levemente la frente contra la madera. Y entonces, lo ve.

Es pequeño, diminuto; tan minúsculo que, al principio, duda que esté ahí. Pero entonces cobra fuerza y crece; viaja desde el fondo de su mente y Agoney abre los ojos para verlo frente a él, danzando al ritmo de una música que solo aquella figura geométrica conoce. Solo que no es verdad, pues la carcajada resuena más fuerte, haciendo que la figura crezca y su color amarillento vibre con más fuerza. Y tan rápido como ha aparecido, se esfuma cuando el tintineo de la puerta le avisa de que el autor de aquella risa estruendosa se marcha.

Y Agoney se gira, por curiosidad, por instinto, por la necesidad de ver quién ha sido capaz de provocar una reacción en su cuerpo que solo la música había conseguido.

Las patas metálicas de la silla chirrían contra el suelo de mármol, su cuello se resiente con el giro brusco. Pero todo es en vano. Apenas le da tiempo a vislumbrar una chaqueta negra y un cabello claro antes de que el chico sea engullido por los transeúntes cargados de bolsas.

Sin pensarlo, con la adrenalina aún por las nubes y su corazón latiendo en sus oídos, Agoney lleva su bolígrafo al papel, intentando describir la figura que acaba de ver. Durante un segundo, no le importa equivocarse, solo quiere recordarlo de la manera más exacta posible. La forma, el color, la velocidad de giro, el número de caras. Jamás ha visto nada igual.

Solo cuando acaba, satisfecho con su descripción, vuelve a hacerse consciente de dónde está. Y es extraño, el vacío; el silencio dentro del ruido. Ahora que aquella figura amarilla ha pasado a formar parte de su memoria, siente que le falta algo.

Agoney recuerda ser capaz de ver la música desde que tiene uso de razón. A veces no es más que un estallido de color difuso, una bruma que acaba disipándose tan rápido como se ha formado. Otras veces, cuando el tema resuena en su interior, aparecen las formas. Pueden ser planas o tridimensionales. Una esfera densa, casi física, aparece cuando una canción está acabada y sabe que puede estar satisfecho con el resultado. Hasta que no hay esfera, Agoney sigue trabajando.

Pero nunca, jamás, en sus veintidós años de vida, había visto la voz humana. Hasta ahora. Una risa a metros de distancia, nada menos. Y esa forma, tan amarilla, con tantas caras, tan perfecta, es la figura más compleja que ha visto nunca. No sabe lo que significa, pero quiere averiguarlo.

Así que vuelve, día tras día, libreta en mano, y se sienta en la misma mesa. Y espera. Espera pacientemente a que el chico de risa mágica vuelva a entrar por la puerta de la cafetería. Pero los días pasan, y el chico no aparece.

Lo que si que han vuelto son las ideas. Ni siquiera son versos, pero no importa. Agoney plasma todo lo que se le pasa por la cabeza. No se sorprende cuando lo relee y se da cuenta que, durante una semana, solo ha escrito sobre un chico misterioso y una risa geométrica y amarilla.

La segunda semana de espera está llegando a su fin, y a Agoney no le queda otra que admitir que quizás solo ha sido una coincidencia. Quizás aquel chico ni siquiera vive en la ciudad y fue pura suerte que decidiera tomarse un café en su local y reírse fuerte y grave a su salida. Había llegado el momento de aceptar que no lo va a volver a ver.

Está a punto de darse por vencido, de aceptar con un suspiro frustrado que aquel chico de risa amarilla no va a volver jamás. Hace el amago de levantarse de la mesa, pero no llega a deslizar la silla cuando vuelve a aparecer. La misma figura geométrica, solo que esta vez es más grande y más brillante. Y no es amarilla. Es azul, solo que no lo es realmente. Si se concentra, puede ver pequeños destellos brillando en todas las caras, como la luz del sol reflejándose en la superficie del mar, creando firmamentos en el agua.

No es una risa. Agoney se gira, intentando localizarlo. No tarda en hacerlo; el chico rubio está en la barra, explicándole al barista cómo quiere su café. Es su voz. Apenas un susurro desde su posición, pero su mente sabe que es profunda, luminosa y suave, como un océano estrellado.

El chico rubio se gira, café en mano, y a Agoney se le corta la respiración. Sus rasgos son suaves, pero imponentes, y de una simetría perfecta. Adivina un lunar sobre sus labios carnosos y aquello le hace sonreír; escondido bajo su barba, él tiene uno igual. Un leve rubor tiñe sus mejillas al verlo probar su bebida mientras avanza hacia su dirección. Se relame tras el primer sorbo, y Agoney lo imita inconscientemente. Está casi a su altura, así que baja la mirada. Pero no puede, ese chico es un misterio y necesita desvelarlo. Levanta la vista y se encuentra sus ojos clavados en él. Tristes y vivos. Dorados, terribles. Sonríe de medio lado y murmura un «Que aproveche». Y Agoney vuelve a ver la figura, apenas un segundo, pero es suficiente.

En aquel instante le encantaría poder oír imágenes. Pero al mismo tiempo, saber que no le hace falta. Que aquella figura azul es perfecta; pues si el chico sonara, lo haría como las olas rompiendo en la orilla. Suave, efervescente, delicado y poderoso.

Sabe –o al menos eso cree– que le ha invitado a entablar conversación. Por el rabillo del ojo observa cómo se sienta a apenas un par de mesas de distancia. Y quiere levantarse y dirigirse a su mesa, de verdad que sí; pero le tiembla todo el cuerpo. Y está nervioso, demasiado. ¿Cómo le explicas a alguien al que acabas de conocer que ves su voz y que te hace sentir vivo? Agoney ya ha creado un vínculo y el chico rubio que abandona su mesa con decisión no tiene ni idea.

–¿Te importa si me siento? –Dulce, delicado, temiendo interrumpir.

Y Agoney sonríe, levantando la cabeza y conectando sus miradas, la figura azul aún bailando en su mente. ¿Cómo va a importarle?

*

PoliedrosWhere stories live. Discover now