3. El Zorro hace una visita.

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El indio corrió a cerrar bien la puerta, pues el viento la empujaba con fuerza, y regresó a su rincón. El recién llegado daba la espalda a los que estaban en el cuarto. Notaron que el sombrero le tapaba toda la frente como para evitar que el viento se lo volara, y venía envuelto en una capa muy larga, completamente empapada.

Dándoles la espalda todavía, abrió la capa y le sacudió el agua, doblándola luego contra su pecho mientras el posadero se le acercaba, lleno de esperanzas, pues suponía que se trataba de algún viajero que pagaría bien para comer, dormir y para cuidar a su caballo.

Cuando el posadero estaba a pocos pasos de él y de la puerta, el extraño se volvió.

El posadero dio un grito de horror y retrocedió rápidamente. El cabo murmuró entre dientes; los soldados quedaron sin habla, y el sargento Pedro González abrió la boca y los ojos desmesuradamente.

El hombre que estaba frente a ellos traía una máscara negra en la cara, que le tapaba muy bien todas sus facciones; y a través de dos aberturas, sus ojos brillaban con una mirada siniestra.

—¡Ja! ¿Qué tenemos aquí?—dijo González por fin, jadeante, recobrando un poco su sangre fría.

El hombre hizo una ligera reverencia.

—El Zorro, a sus órdenes—dijo.

—¡Por todos los santos! El Zorro, ¿eh?—gritó González.

—¿Lo duda usted, señor?

—Si en efecto es usted el Zorro, ¡se ha vuelto loco!—afirmó el sargento.

—¿Qué significa este sermón?

—Está usted aquí, ¿no es así? Ha entrado usted a la posada ¿no? ¡Por todos los santos, ha caído usted en una trampa, mi bello bandolero!

—¿Quiere el señor hacerme el favor de explicarme?—preguntó el Zorro. Su voz era profunda y tenía un timbre muy especial.

—¿Está usted ciego? ¿En dónde tiene la cabeza?—le preguntó González—. ¿No estoy yo aquí?

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿Acaso no soy soldado?

—Por lo menos lleva usted la indumentaria de un soldado, señor.

—¡Por todos los santos! ¿Y no puede usted ver al buen cabo y a tres de nuestros camaradas? ¿Ha venido usted a entregar su maldita espada, señor? ¿Ha terminado usted de jugar al villano?

El Zorro rió en forma agradable, sin quitar los ojos de González.

—Por supuesto que no he venido a entregarme—dijo—. Vengo a arreglar un asunto, señor.

—¿Asunto?—preguntó González.

—Hace cuatro días, usted golpeó brutalmente a un indio que le era antipático. Esto sucedió en el camino de aquí a la misión de San Gabriel.

—Era un perro insolente, y se atravesó en mi camino. ¿Y a usted que le importa, mi bello bandolero?

—Soy amigo de los oprimidos, señor, y he venido a castigarlo.

—¿Venido... a castigarme a mí, estúpido? ¿Usted castigarme a mi? ¡Me moriré de risa antes de matarlo! ¡Dese usted por muerto, señor Zorro! ¡Su excelencia el gobernador ha ofrecido una bonita suma por su cadáver! Si es usted hombre de religión, rece sus oraciones. No quiero que se diga que maté a un hombre sin darse tiempo de arrepentirse de sus crímenes.

—Es usted muy generoso, pero no hay necesidad de que rece yo mis oraciones.

—Entonces, debo cumplir con mi obligación—dijo González, y levantó la punta de su espada—. Cabo, usted y sus hombres se quedan en la mesa. Este hombre y la recompensa que dan por él son míos.

Sopló las puntas de sus bigotes y avanzó cautelosamente, sin cometer el error de estimar un poco la habilidad de su adversario, pues corrían algunas historias de la destreza con su espada.

Y cuando estaba a la distancia adecuada, retrocedió súbitamente, lleno de pánico, como si una víbora le hubiera advertido de un golpe.

Porque el señor Zorro había sacado una mano de su capa, y en la mano tenía una pistola, la más infame de todas las armas, según el sargento González.

—¡Atrás, señor!—advirtió el Zorro.

—¡Bah! ¡De modo que así es!—gritó González—. Usted lleva esa arma diabólica y amenaza con ella a los hombres. Estas cosas se usan solo a larga distancia y en contra de enemigos inferiores. Los caballeros prefieren y confían en la espada.

—¡Atrás, señor! La muerte está en esto que usted llama arma del diablo. No se lo advertiré otra vez.

—Alguien me dijo que usted era un valiente—dijo González con cierta precaución, retrocediendo algunos pasos—. Se ha murmurado que usted se enfrentaría con cualquier hombre a pie y cruzaría su espada con él. Yo lo había creído. Y ahora lo encuentro recurriendo a un arma que no sirve más que para usarla en contra de los pieles rojas. ¿En qué le falta a usted el valor que dicen que tiene, señor?

El Zorro rio nuevamente.

—Eso lo verá usted a su tiempo—dijo—. Ahora es necesario usar la pistola. En esta taberna todas las probabilidades están contra mí, señor. Con mucho gusto cruzaré mi espada con usted cuando sea oportuno.

—Espero ansiosamente—dijo González muy despectivamente.

—El cabo y los soldados se irán a aquel rincón—ordenó el Zorro—. Tabernero, usted acompañelos. El indio va allá también. Pronto, señores. Gracias. No quiero que alguno de ustedes me moleste mientras castigo al sargento.

—¡Ja!—gritó González furioso—. ¡Ya veremos quién castiga a quién, mi bello Zorro!

—Agarrare la pistola con la mano izquierda—continuó el señor Zorro—. Pelearé con el sargento con la mano derecha, como debe de ser, y mientras peleamos echaré un ojo al rincón. Al menor movimiento de alguno de ustedes, disparó. Soy un experto con lo que ustedes han llamado el arma del diablo, y si disparo, algunos hombres dejarán de existir en este mundo nuestro. ¿Entendido?

El cabo, los soldados y el posadero no se tomaron la molestia de contestar. El Zorro miró fijamente a González otra vez y rio entre dientes bajo su máscara.

—Sargento, vuélvase usted de espaldas mientras saco mi espada—ordenó—. Le doy mi palabra de caballero de que no lo atacaré por la espalda.

–¿De caballero?—dijo González con desprecio.

—¡Eso dije, señor!—replicó el Zorro, esbozando una amenaza en su voz. González se encogió de hombros y volvió las espaldas. En un instante oyó la voz del bandolero otra vez. —¡En guardia, señor!






Oh shit, viene la acción

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La Marca del Zorro. Where stories live. Discover now