7. Un hombre distinto

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Don Carlos no perdió tiempo en salir a la terraza —ya que había estado escuchando y sabía lo que había ocurrido— para tratar de calmar a Don Diego que se sentía sumamente avergonzado. Aunque estaba apesadumbrado, Don Carlos trató de reír y tomar a la ligera lo ocurrido.

—Las mujeres son caprichosas y tienen la cabeza llena de fantasía—dijo—. A veces se quejan de aquellos a quienes en realidad adoran. No hay modo de saber lo qué pasa en la cabeza de una mujer, pues ni ellas mismas se lo pueden explicar.

—Pero yo... yo no comprendo—dijo Don Diego con voz entrecortada—. Hablé con mucho cuidado y estoy seguro de no haber dicho algo que pudiera ofenderla.

—Me imagino que ella quiere que la enamoren, según la costumbre. No se desespere usted, señor. Mi esposa y yo estamos de acuerdo en que usted es el que debe casarse con ella. La costumbre es que una doncella se resista un poco, y después ceda. A mi me parece que así sabe más dulce el triunfo. Quizá la próxima vez que venga usted se mostrara más amable. Estoy segura de que así será.

Se estrecharon la mano y Don Diego monto sobre su caballo y se fue cabalgando lentamente por las vereda. Don Carlos entró nuevamente a la casa en donde lo esperaban su esposa y su hija. Se paró frente a esta, con las manos sobre las caderas, mirándola con ternura.

—¡Es el mejor partido de todas estas tierras!—se lamentaba doña Catalina, limpiándose los ojos con un finísimo pañuelo de encaje.

—Es rico y tiene una posición social muy alta...; si fuera mi yerno, recobraría yo toda mi fortuna—afirmó Don Carlos sin quitar los ojos de su hija.

—Tiene una casa magnífica, además de una hacienda, y los mejores caballos de toda la región. Y por si fuera poco, es el único heredero de la fortuna de su padre—dijo doña Catalina.

—Con una palabra que le diga al gobernador, se haga rico un hombre o se queda en la penuria—añadió Don Carlos.

—Es guapo...

—Es cierto—exclamó Lolita; irguiendo la cabeza y mirándolos fijamente—. ¡Eso es lo que me da más coraje! Podría ser un amante perfecto, si quisiera. ¿Cómo va a sentirse una mujer orgullosa de que se diga que su marido nunca puso los ojos en otra mujer, y no escogió esposa después de haber cortejado y enamorado a otras?

—Te prefirió a ti; de otra manera no hubiera venido hasta aquí ahora—dijo Don Carlos.

—¡Y como debe de haberse fatigado!—dijo Lolita—. ¿Por qué permite que todo el mundo se ría de él? Es guapo, rico e inteligente. Está sano y podría ser el joven más popular de la comarca. Y a pesar de eso, no me sorprendería saber que no tiene fuerzas ni para vestirse solo.

—No comprendo—gimió Catalina—. En mis tiempos no se venían estas cosas. Un hombre honorable viene a pedir tu mano...

—Si fuera menos honorable y más hombre, tal vez lo pensaría—dijo Lolita.

—Vas a tener que pensarlo—dijo Don Carlos, con cierta autoridad—. No puedes despreciar una oportunidad tan estupenda. Piénsalo, hija mía, y sé más amable con Don Diego cuando regrese.

Diciendo eso; salió al patio pretextando que tenía algunas órdenes que dar a un criado; pero en realidad lo hacía para alejarse de la escena. Don Carlos había demostrado ser un valiente en su juventud, y ahora se había convertido en un hombre lo suficientemente astuto para saber que nunca debe uno mezclarse en una discusión entre mujeres.

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