5. Un paseo por la mañana

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A la mañana siguiente ya había cesado la tormenta, y no había ni una sola nube que marchara el intenso azul del cielo. El sol brillaba esplendoroso, reflejándose sobre las hojas de las palmeras, y la brisa vigorizante del mar llegaba hasta los valles.

A media mañana, Don Diego De la Vega salió de su casa del pueblo, poniéndose sus guantes para montar de piel de borrego. Se detuvo un momento delante de la casa, mirando hacia la taberna, al otro lado de la plaza.

Un criado indio salió de la parte posterior del edificio jalando un caballo.

Aunque Don Diego no salía galopar por las montañas ni por el camino real como un imbécil, poseía un caballo muy hermoso. El animal era brioso, veloz y resistente. Muchos nobles lo habían querido comprar, pero Don Diego no necesitaba más dinero y quería quedarse con la bestia.

La silla era pesada y tenía más plata que cuero. La brida era cincelada y también tenía mucha plata, a los lados colgaban unos guantes de piel, adornados con piedras semipreciosas que brillaban al sol como pregonando a todo el mundo la fortuna y el prestigio de Don Diego.

Don Diego montó, mientras algunos hombres andaban vagando por la plaza observaban y trataban de esconder sus sonrisas burlonas. En aquellos días, los jóvenes acostumbraban montar de un brinco, tomar las riendas, espolear el caballo con las enormes espuelas y desaparecer en una nube de polvo, todo en cuestión de segundos.

Pero Don Diego montaba un caballo de la misma manera que lo hacía todo... sin prisa y sin bríos. El criado le sostenía uno de los estribos, y Don Diego metió la punta de su bota. Después agarro las riendas con una mano y con un gran esfuerzo se sentó en la silla.

Una vez hecho esto, el criado le sostuvo el otro estribo, metiendo la otra bota de Don Diego, y se retiró. Don Diego chasqueó la lengua y la hermosa bestia comenzó a andar, al paso, por la orilla de la plaza, hacia la vereda que iba al norte. Una vez en la vereda, Don Diego dejó que el animal trotara unos tres kilómetros, y después comenzó a galopar suavemente por el camino.

Había gran actividad en las siembras y en las hortalizas, y los indios cuidaban del ganado. De cuando en cuando se encontraba Don Diego una carreta que avanzaba pesadamente, y saludaba a los que iban en ella. Un joven, a quien conocía bien, lo pasó galopando camino del pueblo, y Don Diego se detuvo para evitar el polvo que había levantado el caballo del otro.

En esta hermosa mañana, la indumentaria de Don Diego era más lujosa que de costumbre. Una sola mirada bastaba para saber que el portador era un hombre de fortuna y de elevada alcurnia. Don Diego se había vestido con mucha meticulosidad, reprendiendo a sus criados porque su sarape nuevo no estaba bien planchado, y había perdido bastante tiempo viendo que sus botas quedarán perfectamente bien lustradas.

Cabalgó cuatro millas, y desviándose del camino, tomó una vereda que llegaba hacia un grupo de edificios que estaban a un lado de una loma. Don Diego De la Vega se dirigía a la hacienda de Don Carlos Pulido, a hacer una visita.

Este Don Carlos había sufrido muchas vicisitudes durante los últimos años. En otra época había tenido una posición y una fortuna comparable a las del padre de Don Diego. Pero había cometido el error de meterse en la política, y había perdido gran parte de sus tierras. Los recaudadores de impuestos lo asediaban constantemente en nombre del gobernador, y ahora, aunque solo le quedaba una pequeña parte de lo que había sido su fortuna, conservaba toda la dignidad que había heredado.

Ese día Don Carlos estaba sentado en la terraza de su hacienda, pensando en su mala suerte. Su esposa, doña Catalina, la novia de toda su vida, estaba dentro de la casa, dando órdenes a los criados. Su hija única, Lolita, también estaba dentro, tocando la guitarra y soñando lo que suele solar una muchacha de dieciocho años.

Don Carlos irguió su cabeza plateada y vio que por la vereda se alzaba una pequeña nube de polvo. Esta nube indicaba que se aproximaba un solo hombre a caballo, y Don Carlos se atemorizó al pensar qué tal vez se tratara de algún recaudador de impuestos.

Poniéndose una mano sobre la frente para darse sombra, observó cuidadosamente al caballero que se acercaba, y al notar la forma tan sosegada en que cabalgaban la esperanza renació en su pecho, pues sabía que los militares no usaban aparejos tan adornados mientras estaban de servicio.

Él jineta acababa de doblar la última curva, y ya se le podía distinguir perfectamente desde la terraza. Don Carlos se talló los ojos para cerciorarse de lo que sospechaba. Aún a esa distancia, el anciano podía identificar al jinete.

—Es Don Diego De la Vega—susurró—. Quiera el cielo que por fin me traiga buena suerte.

Sabía que Don Diego venía, tal vez, solo de visita, y sin embarga, eso le ayudaría, pues cuando se supiera que la familia De la Vega tenía tanta amistad con los Pulido, aún los políticos lo pensarían bien antes de seguir molestando a Don Carlos,  pues los De la Vega eran sumamente poderosos en aquellas tierras.

Don Carlos dio unas palmadas, y un criado salió apresuradamente de la casa. Don Carlos le pidió que bajara las cortinas para que no entrara el sol a ese rincón de la terraza, que colocara una mesa y algunas sillas, y también que trajera panecillos y vino.

Mando a decir a su esposa y a su hija que Don Diego De la Vega se aproximaba. Doña Catalina sintió que su corazón cantaba, y ella también se puso a cantar. Lolita corrió a la ventana para ver a Don Diego.

Cuando se detuvo Don Diego en los escalones de la terraza, ya estaba un criado esperándolo para llevarse su caballo, y Don Carlos bajo unos cuantos escalones estrechándole la mano para darle la bienvenida.

—Me da mucho gusto que venga a visitar mi pobre hacienda, Don Diego—dijo, mientras se acercaba al joven, quitándose los guantes.

—Es un camino largo y polvoroso—dijo Don Diego—. Me preocupa cabalgar trechos tan largos.

Don Carlos estuvo a punto de sonreír, pues seguramente que cabalgar cuatro millas no era suficiente para que se cansara un joven hombre. Pero recordó la poca vitalidad de este y suprimió su sonrisa, pues esto podría enfadar a Don Diego.

Guió a este hacia la parte sombreada de la terraza y, ofreciéndole vino y panecillos, esperó a que su huésped hablara.

Según la costumbre de la época, las mujeres permanecían dentro de la casa y no salían a menos que el visitante preguntara por ellas, o su dueño y señor las mandara llamar.

—¿Qué hay de nuevo en Reina de Los Ángeles?—preguntó Don Carlos—. Hace muchos días que no voy para allá.

—Todo está igual—dijo Don Diego—, solo que anoche el Zorro invadió la taberna y sostuvo un duelo con el sargento González.

—¡Ah!, el Zorro, ¿eh? ¿Y cuál fue el resultando de la pelea?

—Aunque el sargento miente al hablar de ello, el cabo estuvo presente y me ha dicho que el Zorro se burló del sargento y por último lo desarmó, saltando por la ventana y escapando bajo la lluvia. No pudieron hallar sus huellas.

—Que pícaro tan listo—dijo Don Carlos—. Yo, por mi parte, no le temo. Me imagino que todo el mundo sabe por el camino real que los hombres del gobernador me han despojado de cuánto han podido. Creo que pronto me quitarán la hacienda.

—Hum. ¡Hay que poner fin a esto!—dijo Don Diego, con inusitada energía.

Los ojos de Don Carlos se iluminaron. Si pudiera lograr que Don Diego le ayudara, si alguno de la ilustre familia De la Vega susurrara una palabra al oído del gobernador, la persecución cesaría de inmediato, pues las órdenes de los De la Vega era obedecidas por todos los hombres, cualquiera que fuera su rango.

La Marca del Zorro. Where stories live. Discover now