capítulo 2

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Kaya despertó horas después desorientada, con hambre y con mucho dolor en su muñeca, al revisarla miró un gran morado. Su vista  se centro en el lugar, demasiado sucio y podría jurar que hasta ratas habían, la puerta se abrió y ella se hizo más para el rincón del oscuro lugar.

—Al fin despiertas—dijo Marcus—la simplona de tu madre falleció cuándo le inyectamos el suero, esperó tu pequeña rata sobrevivas.

—¿Por que haces esto? Monstruo —gritó entre sollozos, había perdido lo único que le quedaba, su madre.

—Para eso me case con tu madre, ella siempre supo lo que era, por débil murió—apretó sus mejillas fuertemente causando que la pequeña se quejará —ahora muévete  —ella negó y gritó pero el hombre la arrastro del cabello.

Al llegar a la sala un sin fin de máquinas y todo tipo de instrumentos la esperaban, la amarraron a una camilla y llevaron hasta una sala transparente en la cuál comenzaron a revisarla.

Kaya miraba todo con miedo, ¿ese sería su fin?

¿moriría al igual que su madre?

O su pobre madre, jamás imagino lo que pasaría.

Fue madre soltera a los dieciocho, crío hasta los dos años a Kaya y se caso dos meses después con Marcus Clementief, un científico de Veintisiete años, o eso creía ella. Cuándo reveló que trabajaba para una organización muy importante que buscaba la paz eso la enamoró más. Pero todo cambio años después, el maltrato llegó a acabar con la poca esperanza de salvar de la soledad a su pequeña.

Kaya sintió un sin fin de pinchanzos en sus brazos que la comenzaron a cansar, se retorcia de dolor, sus lágrimas empaparon sus mejillas y la ropa rota que traía.

—Bien, ha terminado el primer paso, lleven la a la celda —escuchó alejana aquélla voz que siempre la atormento a ella y a su madre.

Meses llevaba ahí, pronto cumpliría seis años y con  ello las dosis aumentarían, su hermoso cabello rubio estaba opaco al igual que sus ojos azules cómo el mar, su delgado cuerpo apenas y podía mantenerse en pié y ni decir de lo demacrada que se miraba, sus ojos mantenían unas enormes bolsas moradas debajo de los ojos, sus labios rececos.

Las pequeñas porciones de comida, si es  que a eso le llamaban comida,  se reducía a dos panes y agua por día, el lugar dónde permanecía era muy pequeño y sin condiciones, un colchon desgastado y un pequeño baño, no había luz, no pasaba el aire, era el mismísimo infierno.

Su vida ahora era un infierno  del cuál pensaba que no iba  salir nunca.



























Su vida ahora era un infierno  del cuál pensaba que no iba  salir nunca

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