Capítulo 2

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—Dime la verdad —medio sollozó Ricci, exagerando un puchero—. ¿Tengo que seguir practicando mi firma?

—Eso es justamente lo que no tienes que hacer —corrigió Mingo. Elevó las cejas oscuras—. Wikipedia no podrá escanearla para tu página hasta que no decidas cuál vas a usar. ¿Y cómo crees que se van a sentir tus fans, viendo que cada año, tu autógrafo es distinto?

—A lo mejor piensan que tengo trastorno de personalidad múltiple y de ahí la variedad. En ese caso se compadecerán de mí y querrán acostarse conmigo. Más de lo que ya lo hacen.

—Porque no hay nada más atractivo que un trastorno mental, ¿verdad? —ironizó.

—Mira, yo no pongo las reglas. A las tías les va el morbo y a mí me va lo que a ellas le vayan. Es lo que toca, chaval.

—De acuerdo, anotado. —Echó un vistazo rápido a su reloj de pulsera, uno de plasticucho de los que parecían guardar chucherías en el interior—. Los martes a las ocho y media toca banalizar las enfermedades psiquiátricas.

—Haz el favor de no desviarte de la conversación principal. Mi firma, ¿recuerdas?

—Cierto. El asunto gubernamental que requiere acción inmediata de la CIA.

—¿Los de la CIA firman autógrafos? —seguía berreando el otro. Plantó las suelas de sus Vans en la ventanilla cerrada y estiró los brazos. En las manos sostenía una libreta de anillas. Unos cuantos garabatos salpicaban la hoja de cuadros—. Joder, qué difícil.

—¿Hacer un garabato te parece difícil? Qué dura es la vida del artista. Te recomiendo pasar un mes en la aceituna, trabajando de sol a sol. Seguro que te parece pan comido al lado de un rayajo.

—Las comparaciones son el demonio, no me salgas con ellas —le regañó—. Y no creas que no percibo tu ironía. Puedes metértela por el culo. Esta es mi crisis primermundista particular, y si tanto te molesta, ponle solución.

Mingo puso los ojos en blanco. Clavó la vista en el techo del coche, un Land Rover LR4 estrenado hacía tan solo un par de semanas. Le había tocado compartir el asiento trasero con el guitarrista del grupo, quien llevaba un rato desvariando sobre su regazo. Parecía que a Ricci no le circulaba la sangre si no era en posición horizontal. No importaba que el bólido pudiera alcanzar los doscientos cincuenta en terreno llano y, sin cinturón, corriese el riesgo de palmarla de un frenazo: él debía tumbarse nada más entrar. Y sobre los muslos de Mingo, para más inri. No le extrañaría para nada que le pidiera también caricias en el pelo afro.

Por suerte, Dios no castigaba dos veces. La compañía de la fila delantera sí era de su agrado. Al volante estaba Jorge, manager de Los Defectos de mi Madre, un tío calvo al que llamaban imitando la voz de La Niña Repelente: Jorgeluí, Jorgeluí. En el estéreo, porque eso también era compañía, sonaba una canción del disco que había salido a la venta hacía unos meses. Ocupando el copiloto se encontraba Adrián. Un chaval que, para ser cantante, no parecía muy interesado en usar la voz para entretenerles.

—¿Tú qué opinas, Adri? —insistió Ricci, aireando el recién arrancado y marraneado folio—. ¿A que esta firma, la actual, es demasiado femenina? Se parece a la de Taylor Swift.

—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó Mingo.

—Estuve mirando autógrafos anoche para inspirarme. Una firma de discos requiere un estudio previo, una preparación. No quiero que mis chicas piensen que no me las tomo en serio.

—Lo difícil sería que ellas te tomasen en serio a ti —suspiró Mingo. Clavó sus ojos azules en el retrovisor, en un vano intento por conectar con la mirada perdida de Adrián—. Estás muy callado, ¿no?

Sigue mi vozWhere stories live. Discover now