Capítulo 1

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I

Oscuridad, su alma era negra como una noche sin estrellas, como un amasijo de nubes y tormenta, no dejaba traspasar la luz. Toda ella era oscura, sus ropas, sus cabellos castaños, sus ojos tiznados de un leve rojizo, producto de las llamas que consumían su alma en pena. Eternidad, siglos que parecían días, miles de años que pasaron en un suspiro, siempre lo mismo, siempre penando por un pecado que escapaba a su control.

Su piel pálida, traslucida, apenas reflejaba una sombra de lo que fue, belleza sublime apagada con la sombra de la muerte.

Hacía ya tanto tiempo que penaba su alma, que su pasado había quedado relegado al más profundo de los sueños. El dolor que la llevó a atentar contra su vida le parecía vacío e ingenuo, comparado con el fuego del infierno que incendiaba su existencia, fuego helado, dantesco, como el gélido aliento del invierno, congelando su sentir, su querer.

Una máquina infalible al servicio del diablo, sin preguntar, sin cuestionar, acataba órdenes y penaba su culpa. Su pecado, el haberse quitado la vida de forma violenta, ahogada por el llanto y el dolor de un alma humana, rota en mil pedazos por el horror de la muerte y el olvido.

Había perdido todo, mas no sabía que lo peor estaba por llegar, no sabía que su acto de cobardía y desesperación la conducirían a pagar la eternidad entregada a los infiernos.

La cultura popular definía el infierno como la gran hoguera, donde arden las almas eternamente, donde sufren por no haber llevado una vida justa. Para otros el infierno era la ausencia de un ser divino, que velara por las almas puras y benevolentes. Era dolor, caos, destrucción.

Nadie se acercaba a la verdad, el infierno era oscuridad, era vacío. Era la eternidad sintiendo el hielo paseando por tus venas, frío, miedo y dolor. Era el hogar de almas desesperadas, almas atormentadas, era el hogar de Irene desde hacía demasiado tiempo.

Ella que lo había tenido todo, noble, cuyo nombre era símbolo de respeto y veneración, ella que se había criado entre algodones, entre sedas y telas teñidas de esplendor, ella que había nacido para gobernar naciones quedó destruida por el amor.

El dolor en su corazón la llevó a la locura, el dolor en su alma la llevó al filo de la desesperación y, sin poder soportar un instante más esas dagas afiladas desgarrando su interior, sin poder aguantar que las lágrimas la ahogaran, se precipitó al vacío buscando acallar ese tormento que se estaba llevando su razón.

El impacto fue certero y su vida se desvaneció en un suspiro, quedó en el olvido su nombre, sus sueños de juventud, se perdieron sus palabras de amor susurradas al viento, sus sonrisas sinceras, sus lágrimas… Todo cuanto fue quedó relegado al olvido y su alma, pura y noble, quedó ennegrecida por el acto del suicidio.

El diablo la atrapó en sus garras congeladas, sus ojos rojos como el fuego, cruel espejo de su propia realidad. Intentó calmar el hierro ardiendo de su alma atormentada y su destino fue peor que mil años penando en la tierra.

Condenada a la oscuridad eterna, condenada al gélido llanto de las almas errantes, llanto que erizaba su piel como el gélido aliento de la muerte. Pesadilla constante y eterna, torturando y ennegreciendo su alma con el paso del tiempo.

Sometidos a los crueles caprichos del señor de las sombras, proporcionándole almas blancas con las que saciara su sed de dolor. Su sed de sufrimiento, el ver romperse a los mortales era su pasatiempo favorito e Irene en eso era la mejor. Las imágenes horribles que metía en la mente de las pobres almas destinadas a su pena, conseguían enloquecer al más cauto de los hombres, miles de almas a sus espaldas, corrompidas y llevadas ante las garras infectas de su señor.

Ya no se preguntaba por qué, solo acataba y obedecía órdenes sin cuestionarse la moral de sus actos. Ella era un demonio, su alma estaba negra y someter a los mortales era un simple pasatiempo. Era su misión, era aquello que debía hacer y lo acataba sin reparo.

Hasta que un día todo cambió, hasta que el destino la condujo a una fuente de luz inesperada, a una luz para la que no estaba preparada.

Sus infinitos ojos enrojecidos, muertos y vacíos, llenos de tinieblas estaban perdidos en el horizonte de ese valle de lágrimas y desesperación, cuando el gélido aliento de Satán erizó su piel, al notarlo sobre su propia nuca.

-Tengo un nombre para ti, un alma blanca y pura, quizás la más difícil pero la más codiciada por tu señor.

-Decidme el nombre y su alma será vuestra.

-No lo dudo, por eso dejo a este mortal en especial en tus manos, su luz es cegadora pero tú llevas en tu alma el infierno entero, no podrá contigo.

-Su nombre y es vuestro.

-Su nombre es Inés, Inés Arrimadas.

Tenía un nombre, tenía una misión, encontrarla, destruirla, enloquecerla de dolor, meterse en su mente y conducirla a su mismo destino, suicidio, locura, horror y desesperación.

Encontraría a esa chiquilla, torturaría sus sueños, apagaría sus ilusiones, bebería su alegría y acrecentaría sus miedos, para finalmente llevarla de la mano ante el señor de los infiernos.

Suspiró y centró su mirada una vez más en el infinito. La eternidad le parecía un solo segundo, unas horas nada más, y aun así su alma oscura gritaba en silencio, clamaba por la paz que siempre había deseado y cruelmente el destino le había arrebatado. Una paz que ella misma debía robar a una pobre mortal que dormía sin saber que su nombre estaba en la lista del diablo.

Continuará...

Un alma oscuraWhere stories live. Discover now