7. George Blackwood

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Domingo, 9 de septiembre de 2012 

 

Me había preparado desde la primera semana del mes. La fecha oscilaba dentro de los últimos del veinte, Rachel no quiso que planeáramos una cesárea y nuestra hija vendría al mundo a lo natural, justo cómo su hermana. Había leído, escuchado y visto que se podían adelantar, así que una maleta no se movía de al lado de la puerta principal de la casa y un juego de llaves descansaba en la mesita de noche, junto con un teléfono y un par de abrigos.  

La emoción de saber que pronto tendríamos otra evidencia de nuestra unión, de nuestro perfecto amor hecho de imperfecciones, me abrumaba y consolaba cuando creía que nada de lo que vivía era real. Rachel solía decirme que Georgie, cómo le decía al bebé por el actor, alejaría muchos miedos e inseguridades que de por sí solas nos estaban abandonando a paso lento.  

Mi manera pensar era muy diferente a la de ella.  

Lindsay, cómo le quería llamar por el segundo nombre de mamá, reforzaría todo aquello que sentía. Adoración, amor, cariño, momentánea preocupación, absurdos miedos, patéticas inseguridades, aprecio. Había tanto que crecería de bases inestables, como el cerezo de John, y se haría tan fuerte cómo los cimientos del universo, que era imposible contarles por la cantidad infinita que representaban. Pero lo bueno seguiría siendo muchísimo más grande que lo malo, cuya patética cantidad era contable.  

Acaricié el vientre hinchado por estar a solo días de cumplir los nueve meses. Rachel dormía sin inmutarse, sin parpadear debido a mi toque, pero le conocía y sabía que se despertaría para ir a la cocina por una merienda nocturna. Solía avergonzarse de ello, ruborizarse y esconderse, pero no lograba nada más que incrementar mi ternura hacia ella. A algunas mujeres les sentaba muy bien el embarazo y su brillo se incrementaba con él, volviéndose más hermosas de lo que eran.  

Mi lámpara personal no tardó en abrir sus ojazos con un aleteo de parpados. Pasé mis manos por su cabello y la ayudé a levantarse mientras se frotaba el rostro con el dorso de la mano.  

—Las marquesas de tu mamá me tienen adicta. —Se apoyó en mí al caminar por el pasillo y descender por las escaleras—. ¿Quedan?  

—Hoy mandó dos de chocolate y compotas caseras para Maddie. —Pasé mis dedos por su suave mejilla, dejándola sobre un banco del mesón de nuestra cocina. Saqué una bandeja del refrigerador y una espátula. Ella ya tenía su plato listo para recibir una porción—. Pero tendríamos un problema si te llegan a gustar más que yo.  

—Eso es casi imposible. —Me guiñó—. A ti te puedo untar con esto, pero no le puedo añadir Nathan Blackwood a una marquesa de chocolate sin involucrar el canibalismo.  

Me serví también un trozo. Eran las dos de la mañana. Rachel solía despertarse de dos a cuatro y me había acostumbrado a hacerlo con ella, así cómo a comer algo a esa hora para que no se sintiera mal.  

—Me alegra saberlo, cómo madre tienes una reputación que mantener.  

—Y cómo esposa... ¿La tendré? —ronroneó.  

Alcé la vista de mi postre para mirarla directamente a los ojos. Ahí estaba esa sensualidad incontrolable que me seducía enormemente. Esa capacidad suya para envolverme se había hecho más poderosa con su embarazo y dudaba que algún día regresara a su nivel inicial, incluso después del nacimiento del bebé.  

Me levanté.  

—Cómo esposa tendrás una reputación que mantener ante los ojos de los demás. —Le seguí el juego aunque ambos sabíamos que la opinión de los demás nos importaba una mierda—. Pero a los míos no, amor, nunca. —Coloqué mis manos en sus hombros y fui descendiendo por sus brazos para luego subir de nuevo. Se apoyó en mí, cerrando sus ojos sin ninguna intención de dormir y balanceando su largo cabello negro.  

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