La cabeza le dolía. Podía sentir como un millar de monos tocaban los platillos dentro de su mente. No sólo era el sonido lo que le molestaba, los rayos del sol que cruzaban tenuemente sus párpados también dolían. Abrió los ojos un milisegundo, pero aquel torrente de luz la atacó.
- ¡Ay, joder!
"No me vuelvo a poner borracha en mi vida" pensó, igual que pensaba todas las veces que tenía resaca. Se llevó las manos a los ojos y resopló, intentando hacer que los monos de su cabeza terminasen el concierto. Nunca se ponía muy borracha, o eso quería creer, pero cada vez que bebía ron su intestino decidía darse la vuelta y provocarle terribles náuseas. Así que, además de dolor de cabeza, también le dolía el estómago. "Te lo has buscado" le advirtió su subconsciente, pero Alba no quería pensar en nada. Ni en los monos, ni en los elefantes que andaban sobre su estómago ni en cómo le dolía el cuello en aquel mismo momento.
Aquello bajó el volumen de los platillos y alertó a la chica. ¿Dolor en el cuello? ¿Acaso había estado dándose el lote con un vampiro la noche anterior? Sabía que Crepúsculo había llenado su pequeño cerebro de adolescente de absurdas fantasías, pero haberse convertido en vampiro en su etapa de joven adulta no le parecía nada mal. Sin embargo, era bastante poco probable.
Quejándose como si de una señora mayor se tratase, Alba salió de la cama encogida, deseando no haberlo hecho. Pero la curiosidad por saber si tenía la marca de unos colmillos en su cuello fue combustible suficiente para hacer que se pusiese en pie. Caminó a trompicones y se sujetó la cabeza con una mano, en un intento vano de calmar el dolor que la atolondraba. Sin embargo, sintió que todo su cerebro se derretía cuando vio su reflejo en el espejo. Especialmente el de su cuello.
- ¡NO! – gritó en voz alta, sofocada como si hubiese terminado de correr una maratón.
Sus dos manos acariciaron la piel de su cuello. La estiraron, frotaron con fuerza, aunque eso sólo multiplicase el dolor el doble. Pero no ocurrió nada: el tatuaje que decoraba toda la parte izquierda de su cuello parecía ser real: parecía que la tinta estaba clavada en su piel para siempre.
Se asustó. Se asustó mucho. Nunca se había tatuado. Había pensado en varias imágenes, palabras que le gustaría tener grabadas en la piel, pero nunca se había atrevido a dar el paso. Tampoco se le había pasado nunca por la cabeza tatuarse una serpiente en el cuello del tamaño de su mano. Se quedó sin aliento mientras lo inspeccionada detenidamente. Aquella era la imagen de una serpiente: en negro, que se enrollaba sobre sí misma y acercaba su cabeza a la mandíbula de Alba de manera cautelosa, como si ella también estuviese inspeccionando a su portadora. Volvió a acariciar el trazado de la serpiente, esta vez con más cuidado. El borde era de una línea más gruesa que el resto de la ilustración. La piel del animal era geométricamente perfecta. Las dimensiones eran correctas. Sus ojos parecían reales. No había ningún error. Ningún solo error.
Alba empezó a preocuparse. Aquel no parecía el típico tatuaje que se hacían el grupo de amigos una noche de borrachera. Era demasiado perfecto. Y demasiado específico como para que se le hubiese ocurrido estando borracha. ¿Por qué se lo había hecho? ¿Por qué una serpiente? ¿Por qué en el cuello? ¿Por qué? Todo eran preguntas, y ninguna tenía respuesta. Se llevó las manos a las sienes y cerró los ojos con fuerza, intentando recordar algo de la noche anterior. Aunque sólo fuesen cinco minutos. Pero no pudo. No podía pensar en nada. Sabía a que hora había abandonado su apartamento, con qué ropa lo había hecho, cómo se habían maquillado sus amigas y el nuevo bar de la ciudad al que habían ido a pasarlo bien. Pero llegaba un punto en el que todo se volvía borroso. Los primeros chupitos, las canciones, el volumen excesivo, el camarero de ojos azules, el dolor de pies... Y después todo se volvía negro. No era capaz de recordar nada. Era como si el resto de la noche fuese sido borrado de su cabeza a propósito. Pero nunca se olvidaba así de las cosas. Nunca.
"¿Drogas?" se preguntó a sí misma, aterrorizada. No probaba las drogas cuando salía de fiesta, pero no se le ocurría ninguna otra cosa. Alguien había debido drogarla, y con algo tan fuerte que había funcionado como anestesia para que no sintiese la aguja en su cuello. No podía más. Alba estaba a punto de caer en un ataque de ansiedad del que no sabría cómo salir. Por eso pensó con rapidez. ¿Por qué drogarla, pero solo hacerle un tatuaje? ¿Nadie se aprovechó de ella? Rápidamente revisó el atuendo en el que había dormido: su vestido negro, el que había escogido ante aquel mismo espejo unas horas antes. Revisó que su ropa interior fuese la misma. Y así era. Inspeccionó su cuerpo para sentir otro dolor que no fuese el de su cuello o su cabeza: ninguno. Parecía que no habían abusado de ella. Pensó con rapidez, y lo siguiente que miró fue su bolso. Se tiró al lado de su cama para cogerlo y, allí, tiró todo con brusquedad, sin importar ni el móvil ni el maquillaje. Primero se centró en la cartera: el dinero. Alba se rascó el cuello, intentando pensar en la cantidad de dinero que se había llevado la noche anterior. No consiguió acordarse. Sin embargo, tras contar los billetes y las monedas, no parecía que nadie le hubiese robado nada. Lo siguiente fueron las tarjetas. Estaban el carné de identidad, el de su trabajo, el de la biblioteca, el del médico y la última y más importante: su tarjeta de crédito. Alba pudo sentir en aquel mismo instante como Dios le levantaba el dedo pulgar desde el cielo, aunque no fuese católica. Se la llevó al pecho y la abrazó, suspirando tranquila. Pero aquello solo duró un par de segundos, hasta que Alba volvió a quedar confundida. Ahora aún más. No la habían agredido ni tampoco robado. Entonces, ¿qué?
Lo último que miró fue su teléfono, que descansaba casi sin batería sobre la mesilla. Buscó el cargador y se sentó sobre su cama, sin importarle el desorden que estaba provocando. Se centró completamente en la pequeña pantalla de su móvil. No tenía llamadas. Había recibido mensajes de sus amigas, pero todos eran de aquella misma madrugada, confirmando que habían llegado a casa sanas y salvas. Ninguna de ellas hablaba de lo que había pasado, ni de ningún altercado. Tampoco insinuaban que ella se hubiese ido con otra persona toda la noche. Pero entonces, ¿qué pasaba? ¿Por qué no se acordaba de nada? ¿Por qué tenía una maldita serpiente tatuada en el cuello?
Revisó el resto de aplicaciones del móvil por si acaso. Su correo electrónico, sus redes sociales, su galería, sus notas... pero nada. Allí tampoco había pistas que le permitiesen averiguar qué narices estaba pasando. Derrotada, tiró el móvil sobre su cama y se llevó las manos a la cara. Los monos habían decidido terminar su concierto hacía unos cuantos minutos, pero ahora otro sentimiento se había instalado en su pecho: la inquietud. Por no saber nada. Por no ser capaz de recordar nada. Sabía que la solución no era llorar, pero aquella no era una decisión que pudiese tomar ella. Notó como unas tímidas lágrimas rodaban sobre sus mejillas hasta que las limpió con brusquedad, a la vez que levantaba la mirada y reparaba en su móvil. En la funda de su móvil. Entrecerró los ojos. El plástico transparente que protegía su móvil de caídas ya no era transparente. Ahora parecía que tenía algo negro detrás. Un papel. Una pista.
Alba cogió el móvil y quitó la funda desesperada. Allí, entre sus manos, tenía una tarjeta negra. Tenía textura, pero estaba en blanco. Hasta que le dio la vuelta y descubrió allí mismo lo único que había estado buscando durante una hora sin siquiera saberlo: un número de teléfono. Frunció el ceño mientras lo inspeccionaba. No reconocía el prefijo, y mucho menos el resto de números. No había nada más: ni símbolos, ni logos, ni palabras. Sabía que aquello era peligroso: llamar a un número teléfono completamente desconocido no era lo que ninguna persona normal haría, pero Alba estaba desesperada. Por eso, y porque no tenía nada que perder. Marcó el número en su móvil con dedos temblorosos. Pulsó el botón de llamar y se llevó el móvil a la oreja, asustada. No sabía en qué momento había ocurrido, pero Alba había empezado a hiperventilar. Intentó controlar su respiración y, entonces, alguien cogió el teléfono al otro lado.
Alba dejó de respirar. No oía nada. No sabía si algo andaba mal o es que nadie hablaba. No se oía la respiración de nadie, tampoco había sonido ambiente. Era la absoluta nada.
- ¿Hola...? – preguntó con la voz temblorosa.
Entonces escuchó una expiración. Como la que alguien suelta después de hacer ejercicio. O como la de alguien que obtiene lo que desea después de mucho tiempo.
- Hola, Alba. – habló una voz masculina al otro lado. Alta y clara. Alba se quedó helada. – Bienvenida a casa.
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🍂Inktober 2019🍂
Short Story"In the entire circle of the year, there are no days so delightful as those of a fine October". - Alexander Smith