La luz del salón era tenue. Sólo estaba iluminado por los débiles rayos de sol que traspasaban las espesas cortinas. Eran de un color dorado: llamativo, fuerte, pero a suave a la vez.
Estaba todo tranquilo. El viento movía delicadamente las plantas que decoraban la habitación. Se escuchaba de fondo música, pero muy bajita, como si estuviese pidiendo permiso para sonar.
Y allí al lado de los ventanales estaban ellas: una madre y su pequeña jugando. Sentadas en el suelo, se habían llevado hasta allí los juguetes de la niña para aprovechar el calor que desprendía el sol a aquella hora de la tarde. La pequeña jugaba concentrada: había cogido sus dos muñecas favoritas y se había enfrascado en la historia que se había inventado ella misma. Su madre hacía tiempo que sólo observaba: era una mera espectadora.
Habían empezado a jugar hacia apenas una hora, pero enseguida había tenido que parar. Esa misma tarde, había recogido a su hija llorando, desconsoladamente. Enseguida se había asustado: sabía que tenía sólo cinco añitos, pero nunca la había visto llorar de aquella manera. Después de achucharla entre sus brazos un buen rato, Alma había conseguido dejar de llorar y ahora sólo miraba a su madre con vergüenza. Ella le preguntó qué había pasado.
Y Alma, en voz bajita y sin levantar la vista, le había contado lo que había pasado aquel mismo día en clase: se había acercado a unas compañeras para jugar y, sin embargo, ellas se habían negado a compartir nada con ella y habían empezado a burlarse de sus coletas y su vestido. "Una pequeña rabieta de niñas", pensó Valeria, que quería tranquilizarse a sí misma. Pero no lo parecía para Alma, pues se había negado a bajar de los brazos de su madre y había ido todo el camino a casa abrazada a su cuello.
Por eso, Valeria sabía que esa tarde tenía que ser especial. Que tenía que hacer que su hija olvidase todo lo ocurrido y volviese a sentirse como una niña de su edad. Así que allí estaba: sentada en el duro suelo del salón que estaba empezando a dormirle las piernas con los muñecos de Alma esparcidos por todos lados. Pero estaba feliz.
Llevaba ya más de diez minutos observándola: su carita redonda, su pelo castaño ondulado, sus manitas, sus ojos brillantes y su bonita sonrisa. Sabía que Alma ya se había olvidado de todo, pero ella no. No quería pensar que, con solo cinco añitos, los niños podían comportarse de aquella manera. No quería que a su hija le pasase lo mismo que a ella. No tan pronto.
Sacudió su cabeza y se puso manos a la obra. Mientras Alma no miraba, Valeria rebuscó entre sus juguetes para buscar algo que le llamase la atención. Que le sirviese para poner imagen a sus pensamientos. Y allí entre las muñecas lo encontró: un pequeño caldero de juguete. Negro, redondo, como el que usaban las brujas para crear sus pociones. Valeria lo cogió con la mano y llamó la atención de su hija.
- ¡Alma, cariño! Se me ha ocurrido un juego nuevo.
La niña entonces dejó de jugar y prestó atención a su madre, que la miraba en ese momento como a ella le gustaba: con una gran sonrisa en la cara. Ella sonrió y se giró hacia ella, mirando absorta el juguete negro entre sus manos.
- ¿Qué es eso? – preguntó.
- Es un caldero. – respondió Valeria. – Es lo que usan las brujas para crear pociones mágicas. – vociferó, mientras hacía grandes aspavientos con las manos y exageraba las muecas de su cara. Alma rio en respuesta: las caras que ponía su madre siempre eran graciosas. – Vamos a crear nuestra propia pócima mágica.
- ¿Enserio? – curioseó Alma, que se había acercado un poquito más y miraba con los ojos bien abiertos el interior del caldero.
- ¡Sí! Podemos echar nuestros propios ingredientes. – siguió hablando Valeria, mientras recogía un par de juguetes que parecían pequeños botecitos. - ¿Qué quieres echarle?
- ¡Pelos de unicornio! – exclamó emocionada la niña. Valeria la miró a los ojos y vio que estos le brillaban. Sonrió. Cogió un pequeño unicornio que estaba tirado en el suelo y fingió que le quitaba un par de pelos, para luego echarlos en el caldero de juguete y "remover" con un pequeño palo.
- ¿Qué más?
La niña se quedó pensando, mirando hacia arriba y colocando su pequeño dedo índice sobre la barbilla. Enseguida se le ocurrió otro ingrediente.
- ¡Colonia de princesas!
Y así, fueron echando en el pequeño recipiente más de diez sustancias diferentes a su poción mágica. Justo cuando Alma parecía quedarse sin ideas, Valeria empezó a hablar.
- Voy a echar yo otras cosas. – informó, a la vez que cogía otro montón de juguetes, llamando así la atención de su hija. La mujer frunció el ceño en su dirección. - ¡Son ingredientes secretos, señorita! - vociferó. Sin embargo, Alma estaba sonriendo. Cada vez que su madre la llamaba así sabía que podía meterse en problemas, pero le daba igual.
- ¡Pero quiero saber cuáles son!
Valeria continuó su juego.
- Para eso necesitas dar un beso aquí. – ordenó mientras se señalaba la mejilla izquierda. La niña corrió a dárselo. – Y otro aquí. – dijo señalándose la otra mejilla. Alma corrió de nuevo, a la vez que soltaba pequeñas carcajadas. - ¡Muy bien! Entonces, puedes conocer cuáles son los ingredientes secretos.
Alma volvió a sentarse frente a su madre, pero esta vez casi a su lado, esperando con ansias que comenzase otra vez a cocinar ese zumo mágico. Valeria se arremangó la camisa y comenzó a "rmezclar".
- Primero necesito lágrimas de la reina mala. – removió. – Luego besos del príncipe, saludos de la reina y ... ¡pis de serpiente!
Alma enseguida expresó su asco en voz alta, alejando su cara del caldero y mirando enfada a su madre.
- ¡Pis de serpiente no!
- ¡Pero es una parte muy importante! Espera, espera, que ahora vienen los ingredientes esenciales... – después de que la niña volviese a sentarse, Valeria siguió actuando. – Ahora, para que la pócima sea mágica de verdad, voy a echar los condimentos fundamentales: unos poquitos besos de papá – "tampoco nos pasemos", pensó jocosa Valeria- unos cuantos abrazos de la abuela, varios bailes de la mano del abuelo y lo último y lo más importante... - sabía que Alma estaba ansiosa por la respuesta, pues había dejado de mirar el pequeño caldero para mirarla directamente a los ojos. Valeria entonces decretó: - y mucho, mucho, mucho amor de mamá.
Alma dejó de sonreír, porque vio en ese momento cómo su madre también borraba la sonrisa. Estaba seria y la miraba con cuidado. Y, a pesar de que sólo tenía cinco añitos, la niña lo entendió todo. Se puso de pie y, para sorpresa de Valeria, se acercó para abrazarla: volvió a rodearla con sus bracitos y apoyo la cabeza en su hombro. Así, en aquel momento tan íntimo, Alma soltó las palabras perfectas sin siquiera saberlo:
- Es mi pócima mágica favorita.
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🍂Inktober 2019🍂
Short Story"In the entire circle of the year, there are no days so delightful as those of a fine October". - Alexander Smith