Prologo

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Veinticinco años antes...

Al poco tiempo de caer la noche, también cayó una fuerte tormenta. Junto con los rayos y truenos que tronaban con fuerza, los gritos de una mujer dando a luz se oyeron por toda la casa, gritando con fuerza mientras empujaba a la orden de la partera que la ayudaba a traer al mundo a su segundo hijo, o hija.

El parto ya duraba horas, y la mujer, esposa de un importante duque, empezaba a sentirse agotada de tanto empujar. Ya pensaba que no sería capaz de lograrlo, pero los ánimos de la partera que además era amiga suya la hicieron sacar fuerza de flaqueza para seguir empujando.

Y entonces, finalmente, se oyeron los fuertes y esperados lloros del recién nacido.

―¡Bravo! ―felicitó la partera, ya con el bebé en brazos, aún unido al condón umbilical―. ¡Es una niña preciosa!

La noticia alegró a todas las criadas presentes que ayudaron en el partos. La madre sonrió contenta, nada sorprendida. Desde que supo que estaba de nuevo embarazada ya sintió que sería una niña. Su marido estaría tan contento como ella, ya que él también deseaba tener una hija.

―Quiero verla...

―Su Excelencia, deberías descansar antes ―le aconsejó la partera con la pequeña aún en sus brazos.

―Quiero verla. Es mi hija.

La mujer no tuvo más remedio que acatar la orden. Cortó el cordón y entonces le entregó a la recién nacida a su madre, quien la cogió en sus brazos con una sonrisa en los labios, feliz de verla tan sana y llorosa.

A pesar de sus escasas fuerzas, la duquesa tuvo a su pequeña en brazos un rato, esperando a que su marido llegará al fin junto a su hijo mayor para conocer a la nueva miembro de la familia. Ya tenía pensando un nombre para ella desde hacía tiempo.

Mientras veía a las doncellas limpiando la sangre derramada por el parto y sacando las toallas manchadas, la duquesa sentía que el cansancio provocado por el parto la estaba venciendo. Mucho se temía que no podría aguantar despierta mucho más.

Con resignación, tuvo que entregar a su hija a la partera para que la limpiara y la dejara en la cuna al lado de su cama, donde podría verla al despertar junto su esposo e hijo.

―No os preocupéis, mi señora ―tranquilizó la partera, una buena amiga de la duquesa desde hacía años―. La pequeña estará aquí cuando despertéis.

Tras lavarla con mimo y cuidado ante los ojos cansados de la duquesa, la partera dejó a la pequeña cuidadosamente en la cuna, dormida. Después regreso junto a su amiga y señora.

―¿Cómo la llamaréis?

―Katherine... ―respondió la duquesa, entonces quedó rendida en los brazos de Morfeo.

Horas después, la duquesa despertaba en una cama limpia y ropas nuevas, sin rastro de sangre. Al abrir los ojos vio a su esposo sentado a su lado en la cama, pero no vio rastro de felicidad por el nacimiento de su hija. En su lugar, vio lágrimas cayendo por sus mejillas cuando la miró antes de girar la cabeza hacia la cuna.

Al mirar hacia allá, la duquesa vio a su hijo mayor, Henry, de pie junto a la cuna, también llorando. A su lado se encontraba también una de las criadas, y ella llevaba algo en sus brazos envuelto con una tela blanca.

―¿Qué ocurre? ―preguntó ella confundida, tenía un mal presentimiento.

―Querida ―habló su esposo, cogiendo su mano―, siento decirte esto, pero...

A la duquesa no le hizo falta escuchar más. Le exigió a la criada que acercara el bulto, y ella así lo hizo. En cuanto vio a la bebé fallecida ante sus ojos, no tuvo duda cuando dijo:

―Esta no es mi hija ―exclamó espantada―. No es ella... ¡No es Katherine!

La Perfecta Sirvienta (Perfectas I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora