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Ni siquiera en las noches más oscuras, los árboles parecían tan sombríos como aquella. Podía escucharse el clavicémbalo de Charlotte en la planta alta. Pero el instrumento estaba tan desgastado que las notas, que se conseguían arrancar, eran débiles como el espíritu de Jonathan por involucrarse en los asuntos a cerca de Europa, que su queridísimo padre le había heredado. Asuntos comerciales en sí, con un duque prusiano. Jonathan hubiese preferido involucrarse en asuntos económicos con un inglés, algo más racional y frío, que con un sujeto cuya sangre hervía siempre. Klaus von Hannoven era un hombre de pocas palabras, visceral y adaptado a la guerra, como una planta se adapta de pasar a vivir de las tierras del Mediterráneo a Minnesota. El duque no era en sí pésimo para los negocios, pero su forma de resolverlos era brutal. El más reciente negocio —y el que más controversia causó— fue el trato que intentó cerrar con un vendedor de telas veneciano. Todo terminó un duelo. El veneciano herido de gravedad y el trato cerrado. ¡Un modo efectivo! ¡Efectividad prusiana en su máximo esplendor! Sólo hace falta pulirla un poco más y en los años venideros se transformará en toda una preciada efectividad alemana.

Regresando a los tiempos en los que se ambienta la historia, Jonathan estaba expectante, nevioso y sudoroso. Temía por su destino. Al día siguiente el ponzoñoso duque llegaría en a Nueva Inglaterra. Intentaría cerrar el trato, por las concesiones en las plantaciones de algodón, exitosamente a favor de él; y Jonathan solo esperaba no acabar con una bala en la cabeza.

Tal como era de sospechar. Al día siguiente el duque prusiano desembarcó en tierras norteamericanas. Le dio una vista rápida al puerto. Dio por sentado que incluso la débil flota prusiana — porque Prusia estaba implantada en su mente como un germen— tenía mejores astilleros. Claro, porque etnocentrismo de los pueblos es como una asquerosa plaga. Se pavoneaba por las calles. Se hacía lucir como si quisiera demostrar la pureza de su estirpe y la grandeza gloriosa del país del que provenía. Incluso rechazó un obsequio que le había hecho su humilde hospedador, tan sólo porque "nada se equivale a la calidad prusiana".

Al día siguiente a su llegada, el duque visitaría la casa de Jonathan, para cerrar el trato; eso era lo que había acordado. El yanqui esperaba al duque sentado en el sofá, quitándose el sudor con un pañuelo de seda. Era julio, hacía calor, pero los nervios lo hacían sudar aún más.

Charlotte descendió por las escaleras luciendo un vestido crema, un tanto pomposo y llamativo. Rememorando algo a un baile dentro del Palacio de Invierno. Jonathan estaba por preguntarle si vería al zar o si pasearía por el jardín.

—¿A dónde vas tan arreglada, hermana mía? —Preguntó, jadeando de los nervios.

—Iré a dar un paseo. Te noto algo incómodo. ¿Qué sucede? Parece que has visto al Diablo en persona.

—¡Ni Dios lo permita! ¡Estoy tan desesperado! ¡Desearía desaparecer de este mundo! ¡Elevarme por los cielos y no volver! ¡Es el duque! ¡Ese maldito aristócrata viene a arreglar un trato conmigo!

—No entiendo el conflicto. ¡Eres un fantástico comerciante! ¡El mejor de Nueva Inglaterra!

—¡Oh, mi pobre y querida hermana! ¡No conoces su fama! ¡Siempre acaba sus negocios con duelos! ¡Yo no sé siquiera manejar un arma! ¡Ni el cuchillo que Lucy usa para cocinar todos los días! Tengo dos pies izquierdo, una vista horrenda y una horrible puntería. Si me llegase a enfrentar en un duelo con aquel hombre acabaría con una bala entre mis cejas. —Repuso acongojado el comerciante, mientras intentaba arreglar su camisa. Se volvió a pasar el pañuelo de seda por la frente. Charlote observó a su hermano con una gran preocupación; pero ¿qué podía hacer ella? ¡Sabía tan poco de negocios y de armas! No tenía nada en sus manos más que una bendición divina para su hermano. Así lo hizo. Le deseo lo mejor a Jonathan y desapareció por el umbral de la puerta.

La tarde transcurrió con el joven yanqui pegado a la ventana. Maldiciendo a su padre por el asqueroso negocio que le había heredado.

—¡De seguro el viejo Gutenberg se murió por el miedo a enfrentarse a von Hannoven! ¡Qué quedará de mí! ¿Seré un cadáver? ¡Comida para los gusanos! ¡Abono para la tierra! ¡No quedará nada de mí más que un cadáver inerte en el piso, desangrándose por la frente, a través de la circunferencia que la bala imprima en mí. Seré desauciado de mi cuerpo. No quedará nada de mí, más que un recuerdo que se ahogará en los anales de la historia y el árbol genealógico. —Se lamentaba Jonathan mientras se limpiaba el sudor de la frente con el pañuelo de seda, el cual ya estaba empapado. Pero Herr von Hannoven no aparecía. Jonnathan chequeó su bolsillo y el prusiano estaba atrasado una hora y media.

La espera se hizo eterna. El hombre no aparecía por el umbral de la puerta. Por una parte, Jonathan, se sentía aliviado, por la otra, sentía desesperación porque el fatídico encuentro alargaba su llegada.

Era horas del atardecer, cuando la puerta se abrió y Charlotte se introdujo en la casa como una celestial aparición.

—¡Oh! ¡Charlotte! ¡Hermana mía! —La recibió mientras se quitaba el sudor de la cara.— ¡Cuánta alegría! Has eliminado y prologado mi funeral.

—Hermano, ¡deja de hablar como si la muerte hubiese llegado conmigo! —Habló la bella dama jugueteando con sus rizos dorados. —Vamos, acompáñame al comedor. Lucy debe de haber preparado la comida. Nada te vendrá mejor que un vino francés y una buena cena para calmar los ánimos. —Anunció la joven mientras se introducía a la ya presagiado comedor. Jonathan la siguió, su miedo continuaba. Temía que el aristócrata se apareciese en horas de la madrugada, o peor, cuando esté durmiendo, en su sueño y lo matara en el acto.

La cena prosiguió con calma. Afuera los grillos orquestaban su maravillosa sinfonía. Adentro, Jonathan tiró por la borda su sufrimiento y lo guardo para el día siguiente. 

Muerte revocadaWhere stories live. Discover now