Cᴀᴘɪ́ᴛᴜʟᴏ 17

2.6K 205 70
                                    


La habitación era gris. Todo era gris. Los muebles, las ventanas (que no mostraban más que un cielo del mismo tono), la puerta (que estaba cerrada), el suelo y el techo, mi piel, mi pantalón y mi camisa. Todo. No faltaba decir que la vista era muy escalofriante y que no comprendía que estaba haciendo allí. Nada me dolía, ni la garganta ni el rostro y ni el cuerpo en sí mismo. No tenía tacto. Cuando tocaba algo en realidad no lo tocaba. La mesa traspasaba mi mano o yo traspasaba la mesa.

Tampoco respiraba. No necesitaba el aire pero mis pulmones me lo exigian, así que cuando tomaba bocados solo había calor. Mucho calor. Con cada inhalo y exhalo ese calor crecía. Se extendía hasta que parecía que había un incendio forestal que comenzaba desde mi pecho hasta recorrerme por completo. Estaba ardiendo así que dejé de respirar pero mi cuerpo me obligó a hacerlo y al volver a tomar aire este no existía, solo fuego. Lo estaba alimentando. Un maldito ciclo de sufrimiento sin fin.

Entonces apareció la niña solitaria. La que era tierna, hermosa y con un poco de panza. Leila, qué estaba embarazada y que no pude salvar. Me quise mover pero me fue imposible, traspasaba el suelo y no sabría a donde iría. Entonces la dejé acercarse.

- No me salvaste. - Habló por primera vez, mientras sus grises manos iban a parar a su abdomen descubierto, donde dos manos más desde su interior empujaron para dar a conocer su presencia. Abrí la boca horrorizada y quise decir algo. Pero solo calor salió de mi boca. - No nos salvaste.

Mis ojos y mi garganta estaban secos. Como el desierto. No podía llorar ni tragar saliva. Quería decirle que hice todo lo que estuvo a mi alcance para ayudar pero que fue imposible.
Nada. Solo calor.

- Y luego los mataste. Y ahora por tu culpa voy a pasar toda la eternidad con ellos.

Frunci el ceño y detrás de ella aparecieron cuatro hombres, uno con notable similitud: era su padre. Caminaron hasta quedar detrás de ella y la tomaron, le bajaron los pantalones y grité con todas mis fuerzas pero lo único que salió fue más calor. Di un paso inconsciente hacia Leila intentando ayudarla, pero caí por lo que pareció ser una milésima de segundo.

Estaba en otra habitación gris. En el centro de esa. El fuego continuó abrazándome por dentro. La puerta se abrió revelando a nueve hombres con un agujero de disparo en su cabeza y con los ojos vendados. Cuando estuvieron a dos metros de mi se detuvieron, y yo era una vez más incapaz de moverme. Empecé a exhalar con fuerza sin importarme la falta de aire y el calor que hacía que mis huesos se achicharraran. Estaban de traje y entonces bajaron el cierre de sus pantalones y sacaron sus pollas al aire. Volvieron a avanzar hacía mí y cerré los ojos, repitiendome "esto no es real."

Pero sí lo era.
Manos. Más de una docena de manos sobre mí, tocando cada centímetro de mi cuerpo. Fueron ásperos y callosos dedos que me agarraron y apretaron. Podía sentir sus bocas. Mantuve los ojos cerrados, pero sus cuerpos seguían encima de mi. Se rieron, se turnaron. Estaban gritando, riendo mientras decidían quién me "tomaría" a continuación. En un momento, casi pude sentir el líquido tibio y fue suficiente. La siguiente habitación no sería tan mala, quería creer.

Di un paso y volví a caer.

Cuando sentí una mano pesada sobre mi hombro, grité y salté en mi lugar (o eso deseaba hacer).

- Relájate niña. - Gruñio una voz.

Esa voz que no había escuchado desde hace más de cinco años. Cuándo le agarró un infarto. Era mi abuelo. Con un puro en la mano, los mosaquines con hebilla de siempre y el pelo gris claro peinado hacia atrás. Caminaba por la habitación, exactamente igual a las otras dos, como si fuera suya. Como sí todo este tiempo hubiese estado allí.

EL TORO QUE SE ENAMORÓ DEL ESCORPIÓN ━━ zulema zahir✔Where stories live. Discover now