Cᴀᴘɪ́ᴛᴜʟᴏ 25

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  El despreciado oficio del verdugo siempre fue un trabajo hereditario. De esta manera, familias enteras se dedicaban a la ejecución de penas de muerte y torturas. El apellido Russo estaba ligado a este empleo.

Varías eran las maneras de ejecutar a alguien, y todas ellas requerían cierto grado de aprendizaje, aunque también era cierto que cualquiera podría matar. Lo que algunos no comprendían era que había una diferencia entre hacerlo bien o mal. Era como lavar los platos, había una manera correcta, la maso menos y la incorrecta.

Los verdugos, especialmente en la edad media, eran personajes sumamente odiados y repudiados por la sociedad, pese a que esta necesitase de sus servicios. Vestían una capucha negra que ocultaban sus rostros, aunque todos supieran quiénes eran, guantes negros y ropas negras o rojas.

Mientras eran respetados y temidos por el terror que despertaba su rol, era rechazados y evitados por los ciudadanos comunes. Tenían una buena remuneración con un alto coste.

Quizás por eso festejaba mi cumpleaños sola. Quizás por estar acostumbrada a que me evitasen por miedo a lo hacia. Y ciertamente no recibiría la compañía de mi amante, Zulema no era de esas mujeres que te traían una torta con una vela para que la soplaras.

— Que los cumplas feliz, que los cumplas... Feliz, que los cumplas... — taradeaba mirando por la ventana y fumando un cigarrillo. — Andreita, que los cumplas... — volví a fumar profundamente. - Feliz.

Era 26 de abril, ya tenía 28 años, cuando se sentía que tenía cuarenta. La edad más dos de la mora. También era el última día de la semana de la visibilidad lesbica, que comenzaba el 20 de abril. Volteé a ver a mi izquierda, donde a solo dos metros y medio, una interna de la habitación le comía el coño a Goya, la presa que le habia quitado la cama a la mora. Ella se encontraba con una musculosa, gracias al cielo. No era una linda imagen para ver a las nueve de la mañana.

— ¿Estas festejando el Día Mundial de la Visibilidad Lesbica? ¿Eh Goya? — bromee, escuchando sus gemidos momentáneos.

El cigarrillo bailaba en los dedos de mi mano que era pálida y delgada, y que dolía. La piel tiraba. Las letras se veían con claridad. No podía ocultarlas, así que me quedaban dos opciones: o sufrirlo con la cara en alto o con vergüenza. No tuve ni que pensar la respuesta.

— ¿De qué coño hablas? — masculló para luego gemir de sobremanera. —¿Día de qué?

— Hoy es el día que se celebra como una forma de exigir igualdad de derechos para las lesbianas. —expliqué cerrando los ojos. — Ya sabes, como tú y yo, y Hayley Kiyoko.

— Vale, celebremos... Ven a comerme el coño, ojitos azules. — dijo casi gritando y llegando al orgasmo en la cara de nuestra pobre compañera, que una vez que terminó de lamer, se largó con lagrimas en los ojos.

— No, y nunca más me vuelvas a llamarme ojitos azules. — le exigí comenzando a cabrearme, pese a lo tranquila que me hacía sentir el piti en mi boca.

— Es que no se como te llam...

— Andrea Russo. — le interrumpí, aún más molesta por cómo me faltaba el respeto. Ya le había dicho mi nombre.

— ¿Andrea...? Mmm, ese nombre me suena... — dijo poniéndose los pantalones. — ¿La marca de colchones?

— Claro... — bufé. — La marca de colchones.

Salí de la celda por primera vez. Zulema se había ido temprano a desayunar, pero yo me quedé fumando luego del recuento a las siete de la mañana. Era el primer día en una prisión nueva, y la que era la "jefa" de la celda era una obesa tonta pero graciosa que le encantaba doblegar a sus compañeras para que le follen. No estaba segura sí tenía ganas de conocer a la "jefa" de la cárcel.

EL TORO QUE SE ENAMORÓ DEL ESCORPIÓN ━━ zulema zahir✔Where stories live. Discover now