El Hombre de las Campanadas

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El humo del tren le entumeció los dedos. Ahora la estación era una nube grisácea a punto de descargarse con toda su furia. Humedeció sus labios y agitó ambas manos tratando de encontrar el aire que le faltaba. No dudó en frotarse los ojos cuando se irritaron, así podía ocultar las verdaderas lágrimas que amenazaban con escaparse. La locomotora tapó un pequeño suspiro y el ruido que hicieron sus labios al separarse.

Decidió volver a abrocharse el tapado que llevaba. Aquella tarde el viento se colaba entre sus ropas al igual que los ojos de algunos hombres. La tela de su abrigo la reconfortó. Abrazada a sí misma lograba esconderse jugando al anonimato.

Se animó a apoyarse contra una de las columnas de la estación. Observó cómo algunos chicos se divertían esquivando las sombras de las vigas del techo, deseando poder jugar también. Luego de levantar cuatro capas de mudas de ropa, pudo ver la hora en su pomposo reloj. Quince para las siete. Odiaba esperar. Volvió a mojarse los labios sin reparar en dónde se encontraba pensando qué sucedería si algún familiar o amigo la encontraba allí. No tenía ningún motivo para ir a una estación de trenes, menos a esa hora, y mucho menos para apoyarse contra una columna que atentaba contra la calidad de su abrigo.

Enderezó la maltratada espalda. Trató de ignorar cada mirada que la clase media baja le dirigía. Imaginó lo que estaban pensando, cómo la juzgaban. E igualmente, sabía que en cierta medida tenían razón: era una mujer adinera sin prácticamente ningún problema.

Hacia el final de la plataforma, un hombre de mediana edad hizo sonar, por tercera vez, tres veces una campana. Último llamado para abordar el tren. Sonrió al ver cómo se acomodaba con gracia su elegante sombrero de segunda mano. Le hacía acordar a un gran oso de peluche. Siempre estaba sonriendo, como si fuera parte de su trabajo. Deseó que tuviera hijos, lo consideraba ya un espécimen en extinción. Era el único empleado que podía reconocer con facilidad. Para ella fue y siempre será el hombre de las campanadas. Nunca conoció su verdadero nombre, y moriría sin descubrirlo. Sus ojos lo siguieron hasta que desapareció tras una puerta de madera.

Diez para las siete. El próximo mes sería más puntual. Durante esos cinco minutos la cantidad de personas que había en la estación se multiplicó. El ambiente simulaba un parlante saturando a todo volumen. Podía sentir cómo la ciudad crecía cada vez más y más rápido. Lamentaba que eso no significase un aumento en la puntualidad de la humanidad. A más tardar debía irse de la estación a las siete y veinte, y si el tren se retrasaba por las masas tardías iba a enojarse mucho. Los horarios estaban hechos para cumplirse. Sin embargo, la única persona que desentonaba en la estación era ella, y no por la ropa que había decidido usar. Mientras el colectivo de pasajeros parecía tener vida propia, ella se mantenía al margen, deseando desaparecer para siempre junto a ellos en algún comercio chico de alguna calle chica en algún barrio chico.

Cerró los ojos adentrándose en una película. Los ruidos, la gente, los olores... todo seguía siendo exactamente igual que hacía 17 años. A veces fantaseaba con haber volteado aquella tarde para ver cómo el tren se escondía para no volver a aparecer.

No se culpaba de nada. Tenía siete años, confiaba en su regreso. Tuvo que alcanzar la mayoría de edad para comprender cada decisión que ese día se había tomado. Desde ese momento, aquella estación era lo más parecido a su lugar de sanación. Un spa para sus sentimientos con una pequeña carga de dolor que le parecía necesaria recibir.

La locomotora anunció la partida del tren. Pudo ver cómo algunas caras sonrientes se asomaron por las ventanillas para saludar a quienes los habían acompañado. Los vagones comenzaron a abandonar el andén. Inhaló despreocupadamente el humo que volvía a inundar el ambiente.

Se acercó al borde de la plataforma y comenzó a fingir que saludaba a alguien. Sonrió y lloró sin ningún temor agitando su pañuelo mientras el tren se esfumaba. Le gustaba hacer eso. Era todo lo que hubiera querido hacer aquel día.

Galpón de espaldas dañadasWhere stories live. Discover now