La maquinaria

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El equilibrio era perfecto. Cinco cuerdas lo sujetaban por los tobillos, las muñecas y la cintura desde el techo. Su cuerpo flotaba en un vacío similar al de un sueño. Estaba en control.

Una vez más, intentó ver el final de sus ataduras. El color verde se convertía rápidamente en negro mezclándose con el silencio. Cada dos minutos una ráfaga de viento le recordaba que no estaba en el espacio exterior. El aire húmedo y caliente contra su espalda sacudía su remera holgada. El primer día había intentado repetidas veces girar su cabeza para ver de dónde provenía, pero cuando sintió las primeras contracturas dimitió. Se convenció de que solo encontraría un sabor más agrio que la propia impotencia.

Ignoraba cómo había llegado hasta allí, porque no solo no sabía dónde se encontraba, sino que nadie había ido a hablarle. Lo último que recordaba era estar acostado en su casa de campo y el estallido del ventanal del comedor. Lo que sí sabía era que no le debía nada a nadie, mucho menos plata. Y como solo la plata es lo que hace mover al mundo, no entendía qué se supone que estaba haciendo allí.

Al igual que el día anterior, intentó balancearse cuando el viento lo estampó. Se sintió tan pesado como una montaña. El equilibrio que mantenían las cuerdas era imposible de modificar o vencer por cuenta propia. Su cuerpo no reaccionaba a sus mandados, y menos ahora que suficiente fuerza ya había perdido. Sus brazos, completamente dormidos y sin la sangre necesaria, eran solo un peso muerto.

La mayor parte del tiempo se sentía flotando en el medio de un gran estadio. Incluso, por momentos, podía sentir cómo algunas personas corrían de un lado a otro por debajo de sus pies. No escuchaba sus voces, y a menudo caminaban tan ligeramente que parecían querer pasar desapercibidos. Aun así... estaban allí, y él no estaba solo.

Cada doce horas, según había podido calcular, un ruido metálico descuartizaba el silencio llenando el espacio. Pesadas cadenas y engranajes comenzaban a trabajar dañándole los oídos. La primera vez se limitó a cerrar sus ojos y a esperar, sintiendo en todo su cuerpo el ruido del metal chocando contra metal, deseando que algo, cualquiera cosa, sucediese. Sus amarres incluso habían temblado lo suficiente como para moverlo unos cuantos centímetros quemándole la piel. En el auge de su desesperación, la maquinaria se detuvo alcanzado su primer límite. El calor sobre su espalda no se hizo esperar, pero, en vez de atacarlo con fuerza, una brisa suave lo envolvió. Le hubiese gustado secarse el sudor de la cara.

Doce horas más tarde había vuelto a suceder. El mismo ruido, los mismos temblores, el mismo miedo y la misma humillación. Pero esta vez escuchó atentamente para sacar provecho de la situación. Diferenció ruidos de motores y de pedales, de chirridos y de golpes. Pero, sobre todo, escuchó cómo cada elemento parecía acercarse, como todo se hacía más verídico. Cuando la maquinaria volvió a alcanzar su límite lo comprendió. Las paredes se estaban achicando. Pronto sería aplastado.

Por primera vez comenzó a sentir que la falta de agua y alimento dejaban de ser solamente una molestia. Su frente comenzó a arderle y comenzó a ver de manera borrosa las sogas que lo sostenían. Sentía un verdadero vacío en su interior.

La misma brisa suave volvió a recorrerle el cuerpo.

Durante el segundo día escuchó por primera vez un pequeño eco de pasos. Débiles pisadas que se arrastraban tratando de pasar desapercibidas. De manera agresiva, trató de llamar la atención de quien estuviera por debajo suyo, pero el eco desapareció y los pasos no volvieron a escucharse hasta dentro de horas. Y durante todo ese tiempo, la presencia de un extraño quieto por debajo suyo lo perturbó sin descanso. Si se hubiese movido lo hubiera escuchado sin duda alguna.

Pero esa no fue la última vez que escuchó cosas semejantes. De hecho, antes de que la maquinaria comenzara a actuar por tercera vez fue cuando pensó en un campo de fútbol. Sin decir una palabra, por todo el espacio se escucharon personas corriendo de un lado a otro con la misma rapidez con la que su mente comenzó a formular teorías. La que más peso tenía en su mente no era nada graciosa. Estaban corriendo, sí, pero no había ningún rastro de exaltación. No había gritos, no había golpes, no había nada. Nadie estaba peleando con nadie y, por algún motivo que nunca llegaría a descubrir, estaban corriendo.

Galpón de espaldas dañadasWhere stories live. Discover now