La sexta sinfonía

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Desde su cama, Clara imaginó el sol calentando la arena de la playa. El despertador sonó más temprano de lo habitual. La orquesta que inundó la habitación parecía compuesta por ángeles. La sinfonía número seis de Beethoven era la favorita de Sebastián, a quién volteó como siempre para encontrar a su lado. A dos días de su pérdida, el perfume de su esposo todavía se encontraba presente entre las sábanas. Y a pesar de los grandes y diferentes vacíos que la acompañaban en su tristeza, sonrío. Aquel día era especial, y eso la animaba a comenzarlo ni bien el sol empezaba a calentar las paredes de su cabaña.

Con la ayuda de sus temblorosas manos logró bajar las piernas de la cama. El andador que Sebastián le había regalo en su último aniversario la esperaba frente a ella. Había sido, en su humilde opinión, el mejor regalo que le había dado. Lo que lo hacía tan especial era la plataforma donde podía sentarse cuando no tenía dónde hacerlo. Nada de otro mundo ni mucho menos un objeto revolucionario, pero aun así... había sido un regalo de él, y eso lo hacía perfecto.

Con su ayuda logró incorporarse y bajar un poco el volumen del despertador. Mientras recobrara el aliento se impresionó observando el sol jugueteando entre las cortinas. Sí, era el día perfecto.

Giró las ruedas del andador hasta el pequeño baño moviendo la cabeza de un lado al otro al compás de la música. A pesar de su edad conseguía pasos rápidos y seguros. Y entonces, un destello de picardía le atravesó el cuerpo al dejar la puerta abierta. Después de todo, ahora vivía sola, ¿no?

Cuando se sujetó del lavamanos se rio del rostro arrugado que vio en el espejo. Sus ojos cansados solo podían compararse con las interesantes y extrañas direcciones que su pelo trazaba. Se imaginó besando a Sebastián por todas las mañanas que le había dicho que estaba hermosa, que hasta la cicatriz de su hombro era hermosa. Nunca le había creído hasta ese momento. Era, en efecto, una tierna abuelita arrugada, la misma que en los cuentos llena de galletitas y cosas dulces a sus nietos o viajeros, aunque sin la intención de devorárselos al final.

Después de peinarse y lavarse los pocos dientes que le quedaban, se calzó la dentadura postiza y abrió su "minifarmacia", como le gustaba llamarla por todos los medicamentos que tenía. Ignoró los tres frascos que debían pasar por sus manos y destapó uno que hacía meses se encontraba cerrado apartado del resto. Dejó que tres cápsulas verdes se deslizaran hasta su mano y, de una sola vez, se las tragó sin si quiera tomar agua. Suspiró deseando ya estar en la playa.

Salteándose el desayuno, volvió a su cuarto y se cambió tan rápido como fue capaz. Podía sentir su cuerpo ansioso e impaciente, lleno de adrenalina. La sonrisa que formaron sus labios desde que se despertó todavía seguía allí, rehusándose a irse. Estaba feliz, feliz por ella y feliz por Sebastián. Tardó diez minutos en sacarse el camisón que su nieto le había regalado para reemplazarlo con una mezcla de su ropa favorita: una antigua camisa floreada, unos pantalones negros holgados y unas simples alpargatas que desentonaban con todo el resto.

Cuando terminó de recobrar el aliento, apagó el despertador y agarró las llaves de su casa. Con manos temblorosas y deformadas por la artritis, logró prender el celular y conectar los audífonos. Se sintió orgullosa por haber aprendido a usar ese endemoniado pero hermoso aparato que ahora le permitía seguir escuchando a Beethoven en sus oídos. Estaba segura de que ni sus pensamientos más delirantes podrían ahora interrumpir el goce de cada nota musical. Tarareando la melodía, logró acomodar una reposera encima del andador.

Su cabaña estaba a tan solo dos cuadras de la playa, pero a pesar del relámpago energético que su cuerpo le había otorgado, tuvo que tomarse pequeños descansos desencadenados por la pendiente que debía enfrentar para llegar hasta el mar. Eso sí, cuando alcanzó la cima del médano que ocultaba el océano nada le impidió sentirse como una medallista olímpica.

Su andador se volvió bastante inútil en ese punto del trayecto. La arena, ya calentada por el sol, se colaba entre sus ruedas mientras inundaba sus alpargatas quemándole un poco la piel. Sus brazos, desacostumbrados al trabajo duro, debían levantar el andador a cada paso para empujarlo un poquito más adelante.

La orquesta comenzó a sonar más fuerte, alentándola. Los violines, las flautas, los tambores y todos los instrumentos la acompañaban en su travesía. Incluso podía imaginar los brazos del director moviendo la batuta de acá para allá desenfrenadamente. "¡Vamos Clara!" Imaginaba que vitoreaban. "¡Clara, señoras y señores, la medallista olímpica más antigua y fuerte del mundo!".

Durante todo el recorrido no paró de reírse. Como su salud había empeorado, las últimas veces que se atrevió a cruzar ese desierto despiadado lo había hecho impulsada por la incertidumbre. Ahora se reía de sí misma, aunque, una vez más, eso solo le dio un poco más de ternura.

Luego de cruzar el continente de arena, las ruedas del carrito volvieron a funcionar. Llegar hasta la orilla le pareció un juego de niños, y mucho más desplegar la reposera y dejarse caer en ella. Pensó que un pequeño descanso era más que merecido, sobre todo porque su cuerpo no paraba de temblar.

Cuando su espalda dejó de arderle, logró inclinarse hacia adelante para vaciar todo el contenido de sus alpargatas. El viento se llevó la arena antes de que pudiera tocar el piso al tiempo de sutiles y divertidos staccatos interpretados por violines. Pero eso no era lo único que el viento arrastraba, porque ahora el pelo de Clara volvía a adoptar ángulos extraños y variadas figuras. Se imaginó posando para una revista luciendo despeinada y, porque no, atractiva. Pensó que aquello hubiera divertido a Sebastián.

La añoranza la invadió al ver una pareja recostada bajo el sol. Supuso que habían ido a ver su salida y que estaban allí desde entonces, tal y como solía hacer con su marido.

Sin saber si culpar a las pastillas o al desgaste físico, comenzó a sentirse adormilada. Descubrió una vez más la armonía y la danza de los elementos del paisaje y cerró los ojos por voluntad propia. Bajó un poco le volumen de la música y dejó que sus oídos se deleitaran con cada sonido. Ahora el viento, la orquesta y las olas se deshacían en una empalagosa melodía.

Poco a poco, la primera sonrisa de la mañana que la acompañó hasta ese momento se fue desdibujando en un último recuerdo que atesorar.

Sí, Sebastián tenía razón. Aquel era un día perfecto.

Galpón de espaldas dañadasWhere stories live. Discover now