Manidoowi - La que se convierte en un espíritu

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— Seguiremos mañana. Hemos terminado por hoy.

Estaba empapada en sudor, dolorida y llena de barro. Los demás guerreros ya habían salido de sus tiendas para emprender la tarea de preparar las hogueras y el desayuno y, algunos de ellos, acostumbrados a encontrarnos así —Ishkode de pie y yo en el suelo, desarmada—, me saludaban con una sonrisa, esperando en cierto modo que, al día siguiente, le hubiera vencido por fin.

— Puedo aguantar más. No tengo hambre.

Él me estudió desde arriba, sereno.

— Hemos terminado por hoy.

Tomé la mano que me extendió con un bufido. Erguida, me espolsé las rodillas de tierra. Onawa estaba colaborando con dos jóvenes, un hurón y un ojibwa, para amontonar hierbajos que pudieran avivar el fuego y me percaté de que uno de ellos estaba embelesado por ella.

— Tendrás toda la tarde para cabalgar. Ya es hora de que practiques.

— No tengo caballo.

— Nagua morirá pronto. Tomarás su caballo.

Era el segundo miembro de la comitiva que había enfermado de neumonía. Ishkode todavía estaba investigando el asunto, ya que ambos casos se habían producido justo después de que hubieran visitado algunas aldeas durante la noche para robar ropa y provisiones básicas. Sus pesquisas apuntaban a que habría habido un nuevo brote de tuberculosis en la provincia. Habíamos tomado férreas medidas para que no se produjera un contagio masivo y Nagua, moribundo, era atendido por la curandera, quien por el momento no había mostrado síntomas.

— ¿Cuánto le queda? — pregunté en voz baja.

Me había negado a pedirle a Wenonah que me entregara a Algoma. Había podido reunirse con sus hermanos gracias a ella y yo ni tan siquiera tenía la perspectiva de poder montar. Inola, el precioso ejemplar regalado por Étienne, había desaparecido durante la guerra, quizás vivo, quizás muerto, y asumí que el de Nagua se convertiría en mi nuevo amigo.

— Un día, puede que dos — se encogió de hombros —. Deberías enseñar a la iroquois a blandir un arma. La necesitará — se refirió a Onawa.

— Entendido — acepté, sin indagar porque estaba aún ofuscada por mi fracaso: no le había hecho ni un rasguño y ello significaba que no estaba lista.

— Ocuparás unas horas para aprender de hierbas medicinales y venenosas bajo su supervisión.

Asentí, pensando en si ella se habría dado cuenta de que tenía un admirador.

— Acompáñame a recolectar leña.

Advertí que Ishkode estaba más distante que de costumbre y, aunque me rugiera el estómago, le seguí a la frondosidad del bosque rocoso que nos bordeaba. Avanzamos sin pronunciar palabra durante largos minutos, hasta que dijo:

— Las nevadas están impidiendo que haya suficiente alimento para todos.

Nuestra mutua compañía había causado que nos comprendiéramos sin demasiadas trabas. Era un hombre reservado que detestaba tener que explayarse en pormenores que consideraba absurdos si uno estaba atento para percibirlos tras lo que callaba, lo importante. Así, su aparentemente inofensivo comentario me hizo deducir que le preocupaba algo más grave.

— ¿Temes que se amotinen? — resumí con acierto.

— Llevan más de medio año escondidos, aburridos y desmoralizados. Se lo advertí a Inola, pero no me escuchó. Que la enfermedad esté presente tampoco es que facilite la situación. Están mal alimentados y no hay peor combinación para un guerrero que el hambre y la ociosidad. Vamos a quedarnos sin comida en los próximos días y es muy peligroso dejar las montañas para hurtar a los blancos.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasWhere stories live. Discover now