Capítulo 14

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Sentada en la camioneta mientras transitaban un camino solitario con el aroma de los árboles a su alrededor, Leya hojeaba el libro de Candelaria. Lo analizaba con la delicadeza de quién esperaba encontrar secretos legendarios entre sus páginas. Contenía recetas antiguas, de las que no necesitaban tecnología como licuadora, batidora eléctrica, microondas o congelador. Algunas eran sencillas, otras llevaban hierbas aromáticas de las que nunca había escuchado. 

Sus dedos se detuvieron en la receta de un budín de limón. Enderezó la espalda en el asiento.

—¿Una de las recetas incluía veneno? —preguntó Blaise sin apartar la vista del camino.

—Algo así —murmuró la detective, apartando un mechón de su frente—. Estoy viendo los ingredientes del budín que comió el doctor Daniels. Mantequilla, azúcar, huevos, harina leudante, jugo puro de limón y semillas de amapola. La masa en sí no es rara.

—¿Pero...?

«Una vez horneado, puede cubrirse con un almíbar aromatizado con flor de cazzaria», pensó Leya. Aún no le había revelado el descubrimiento de la bioquímica Sanabria. Había pospuesto el momento, sabiendo que podría ser un punto de quiebre en su... ¿asociación? ¿amistad? relación no definida.

«¿Por qué sigue apareciendo tu nombre en cada pista que encuentro, Blaise Del Valle?»

—¿Sabes lo que es una cazzaria? —preguntó atenta a sus reacciones.

El hombre detuvo un momento la camioneta en un cruce, hizo tamborilear sus dedos en el volante, sus pupilas dando un giro mientras buscaba en sus archivos mentales. 

—Cazzaria... —comenzó, poniendo en marcha el vehículo—. Mi madre la usaba para hacer popurrí. Es una flor de aroma acaramelado, algo así como una combinación de miel y frutos rojos. 

—¿La vendes en tu herboristería?

Ella soltó la piedra. Él la aceptó con serenidad.

—Hago un encargo tres veces al año de pétalos de cazzaria secos. No es económica, y como casi nadie la conoce, no sé venden muy bien. 

—¿Por casualidad recuerdas o tienes registrado a quién le vendiste por última vez?

Guardó silencio por un minuto. La detective se daba cuenta que él empezaba a sospechar, pero no podía detenerse.

—No soy tan detallista, Leya. ¿A qué quieres llegar?

Su estómago se contrajo. Si no hubiera estado sentada, ese familiar dolor podría haberla doblado en dos. Había consultado a un médico en reiteradas ocasiones, pero lo único que consiguió fue el consejo de buscar ayuda psicológica, puesto que el origen de su malestar no era físico. Todo era culpa de su condenada tendencia a reprimir sus emociones negativas.

—¿Sabes si la cazzaria se consume cruda o puede cocinarse?

—¿Por qué siento que son preguntas capciosas?

Volvió el rostro un momento para estudiarla. Leya supo que una expresión neutral no serviría contra el ser que podía identificar las emociones que otros intentaban ocultar, pero hizo el intento.

—Creí que la flora era tu especialidad.

—Lamento saltar del pedestal al que me has subido, pero no lo sé todo. Nunca he oído que la cocinen. Su sabor en crudo, una vez rehidratada, es bastante dulce.

—¿Sabías que, cuando se somete a altas temperaturas, libera una sustancia que atrae a los animales y los vuelve agresivos?

Frenó la camioneta tan rápido que el cuerpo de Leya se sacudió y su cinturón se clavó en su pecho. Un jadeo escapó de sus labios.

El bosque de la fortuna rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora