La hogareña cabaña de la abuela en medio del bosque que Leya había imaginado era una casa de primer piso de troncos gruesos e inmensos ventanales de cristal. Para poder acceder, se debía escalar la muralla de ladrillos cubierta por espesas enredaderas o tener una invitación que le abriría las rejas del frente.
—Llámame cuando estés dispuesta a regresar —dijo Blaise antes de que ella pudiera bajar de su camioneta.
«Eso habría sonado como una declaración romántica», pensó con humor, «si las pupilas del caballero no resplandecieran con ira fría». Aunque no hubiera mencionado el tema, seguía molesto por ser excluido de la reunión con Victoria.
—Ya has hecho demasiado, puedo regresar caminando —lo rechazó con cortesía—. Me gustaría conocer los alrededores al anochecer.
—Buena idea —La sonrisa amable del herbolario no vaciló mientras la miraba directo a los ojos—. Pasaré por ti a las nueve.
—En ese caso, intentaré irme antes para que no puedas encontrarme —replicó con la misma cordialidad afilada.
—No lo harás. Estarás aquí a las nueve en punto —Extendió una mano para apartarle un mechón que había caído sobre sus ojos, gesto que le provocó un cosquilleo cálido en la boca del estómago—, y lo harás voluntariamente porque puedo mostrarte el camino que Candelaria recorre todos los días desde la casa de Victoria hasta La Enredadera.
Leya entornó los ojos. Los de Blaise brillaron en una sonrisa de desafío.
—¿A cambio de oír todos mis últimos descubrimientos?
—Solo quiero oír qué tal ha sido tu semana, querida Leya... Y, para serte sincero, preferiría que no entraras al bosque sola, mucho menos de noche.
Allí estaba otra vez, esa tendencia sobreprotectora asomándose tras su sonrisa gentil. Lo más inteligente sería mantener distancia, pero algo en Bosques Silvestres la hacía bajar sus escudos. Quería experimentar lo que era confiar… sentir.
—Eres un zorro disfrazado de cordero, Blaise.
—Y tú eres un precioso corderito que aprendió a cazar lobos.
Leya soltó algo a mitad de camino entre suspiro y risa. Saltó fuera del vehículo y cerró la puerta. Le dirigió una última mirada a través de la ventanilla abierta.
—A las nueve exactas —fue la despedida de la joven—. Un minuto tarde y lo interpretaré como que cambiaste de opinión, no me quedaré a esperarte.
—Aquí estaré —prometió más tranquilo, como si le hubiera quitado un peso de encima. Una sonrisa traviesa despejó las sombras que habían abrumado su rostro durante el trayecto—. Si escapas antes, te rastrearé, y no será una disculpa lo que me cobraré de tus labios.
Arrancó el vehículo antes de que Leya pudiera replicar, su boca abierta por la sorpresa. Sacudió la cabeza y soltó una risa ante lo absurdo de la situación.
Cuando quedó sola, llamó al intercomunicador a un lado de la entrada, dijo su nombre y aguardó. Las rejas corredizas se deslizaron a la derecha con un suave silbido para darle la bienvenida a ese paraíso privado. Pudo ver a Victoria aparecer desde un costado de la casa y atravesar el jardín frontal para llegar a su encuentro. La jardinera de jeans que vestía a juego con guantes y un sombrero de paja la hacían ver como una humilde abuelita trabajando el jardín, pero su expresión reservada rompía esa ilusión.
Se quitó uno de sus guantes y le ofreció esa mano.
—Llega temprano, detective Hunter —saludó con una sonrisa sin separar los labios, gesto que le recordó a Francesca.
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El bosque de la fortuna roja
Mystery / ThrillerUna detective desconfiada debe atrapar a un asesino serial que manipula a los animales, antes de que regrese por su única víctima sobreviviente. *** «La capa blanca de Caperucita fue tiñéndose de rojo carmesí, conforme su delicado rostro perdía todo...