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¿No es curioso?

El curso incesante y manipulador de esta vida incierta, aquel que puede venir a ser tan pérfido como una bestia de frío resentir o tan afable y cortes como el sedoso acariciar del terciopelo; a eso es a lo que me refería.

¿No lo crees tú, que entusiasta lees estos párrafos, que el curso de la vida puede ser tortuosamente curioso?

Corría el año de 1944, en una fatigosa noche invernal que sacudía con alocado desespero los techos de una casita zarrapastrosa y pequeña situada en algún confín de México, cuando una exigua familia gemía y extendía los brazos en señal de sumisa plegaria, lanzando exclamaciones suplicantes e, imparmente, de carácter rígido cual comandante a su apabullado ejército.

—¡Puja! ¡Puja!

—¿¡Que crees que estoy haciendo!? —Gritaba la madre, con la boca llena de una cólera fría y angustiosa, y la mirada lanzándose de forma asesina, cuan salvaje depredador, sobre su acongojada hermana menor, Rosario, quien se encogía en un rincón remoto (Lo más alejada que alcanzara a estar del pavoroso milagro), disparando aterradores gemidos de desasosiego que hacían venir a la mente alguna turba película de miedo, unos chillidos tan profundamente cargados de espanto y aprensión que partían el corazón. Rosario, cuyas lágrimas, como los más primorosos diamantes, bajaban rodando por su rostro infantil. Rosario, cuyo penoso llanto llovía sobre la tierra y se mezclaba con el clamor de los truenos de un borrascoso cielo.

A modo de intervención en este relato, me veo en la humana y sumamente terca necesidad de ceder a mi apetencia de interrumpir la historia que me dedicaba a narrar, para afirmarles que, más tarde, cuando mi madre me contaba esta misma crónica, vestía una hermosa sonrisa perlada, danzaría, en sus labios. Pero tanto ustedes, como yo, podemos tener la certeza de que no fue una experiencia en absoluto placentera o divertida.

—¡Chayo! ¡Deja de gritar! —
Pregonaba Esmeralda, el sonido de su voz alzándose como las implacables olas de los frenéticos mares. Pensando, con una lógica especialmente sensata, que si lograba vociferar más fuerte que su hermanita, esta se llenaría con súbita paz.

Esmeralda, nombre de exquisitamente magníficas riquezas, la mayor de las tres hermanas, nombre de una resonancia de fina hechura y un placer para los que, en cuyos labios, pasen desfilando estas sílabas.

Una sonata de griteríos que se proyectaba con un aire rebelde, descontento y altanero, estirando sus frívolas manos para desgarrar los oídos de quien tuviera el infortunio de escuchar.

Con aterradora simplicidad uno tiene la capacidad de llegar a conclusiones, de obtener descabelladas o, en su defecto, incoloras especulaciones, pero en esta mera ocasión, tendrá mi lector que dejar de lado aquel primitivo instinto de pensamiento y atenerse a dejar las puertas de su mente abiertas de par en par. Estoy apunto de volar sus cabezas, como tan acostumbrado tienen a decir los jóvenes de hoy.

Una entidad celestial habitaba aquel peculiar aposento, un ángel en cuya mirada se observaba el vivo reflejo de una angustia crepitante y cuyo labio inferior caía como si el peso de un espanto mudo deformara su mueca. Expresión atípica para guerrero de tal categoría y bravura, pero un mohín universal en el rostro de todo ser que se vuelve padre por primera vez.

Tengo que asegurar el que cuento con extraordinaria conciencia de lo descabellado e incluso cliché que podría llegar a sonar una historia cómo está, pero me permitiré jurar dos cosas: Una, que estoy en mis cabales, y dos, que lo que cuento es totalmente verdad.

Y no soy un hombre que agrade de hacer juramentos.

La divina entidad portaba el nombre de Jaciel con una hermosura magnífica, así como su misma condición angelical, la cual saltaba a la vista con verdaderamente insólita majestuosidad. Tenía rubíes por fanales, unos luceros rojos como la sangre que había brotado de las heridas de Jesús y contenían tanta luz como lo habían hecho al principio de la creación; sin embargo, estaban ahí, expresando un aire de inocencia con su ostentoso pesar.

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