IV

4 2 0
                                    


Decir que me encontraba extraviado era era una manera presuntuosa, estilizada y que me parecía exquisitamente metafórica para decir que no me encontraba en ningún lado.

No conseguía, siquiera, encontrarme dentro de mi propia carne, pues mi vaga conciencia se me antojaba un espíritu errante que revoloteaba, cual exitado colibrí, en una prisión oscura, más allá de la cual no era capaz de ver nada.

Estaba atrapado, enjaulado y condenado dentro de un cuerpo flojo, tan, tan débil que el abominante reposó sosegado podía llegar a confundirse con un plácido descanso. Pero estaba consciente, sabedor de que tenía un corazón quejumbroso que me dolía, me hacía daño con su incesante latido traicionero, que con cada palpitar, sentía yo, me acercaba mas a la muerte.

Lo peor de todo, era que yo no podía hacer nada para evitarlo.

Quería abrir los ojos con la mayor violencia que fuera capaz y desgarrarme la garganta rugiendo barbaridades, gritando, aullando a las personas cuyas voces aleteaban, con su desalentadora actitud pesarosa, a mi alrededor. Quería gritarles: "¡Cierren el ataúd, cabrones, que aún no estoy muerto!"

En ese entonces, yo le profesaba un amor desmedido a la vida, como un hombre que le rinde una profundísima afección a su amante carismático, por lo que naturalmente me aterraba la idea de que me dejara cual indefenso granuja, en manos de una dama mucho más aterradora: La muerte.

Recuerdo que me llevaban, me sostenían los brazos y las piernas mientras me balanceaba en un vaivén rápido, errático. Recuerdo sentir el agarre de sus manos sobre mi cuerpo paralizado, recuerdo sentir sus dedos temblar con más angustia y desazón de lo que las palabras podrían expresar. Sinceramente, a día de hoy no se si aquellas personas estaban preocupadas por mi, o solo no deseaban tener un muerto en su fiesta.

De pronto, sentí la caricia reconfortante de una superficie blanda, cálida, familiar. Era un asiento, el asiento de un coche, ahí era donde unos seres desesperados e invisibles trataban de acomodarme con tanto desasociego, como si quisieran hacerme encajar en un espacio que desde el principio de los tiempos estuvo dispuesto para ese determinado momento.

Admito que yo era un ser dramático, podía llegar a exagerar un poquito algunas veces, y ese mismo sentir teatral era lo que me llevaba a preguntarme: "¿Es este mi ataúd? ¿Este cómodo y consolador lugar es mi féretro?"

Por supuesto, no pude menos que asustarme cuando escuché una voz acongojada exclamar:

—¡Alguien ciérrele los ojos o se le van a salir antes de llegar al hospital!

Me es hondamente difícil describir lo que sentí cuando aquella súplica intranquila se deslizó por mi oído, cual gusano, desagradable, llegando a calar en lo más profundo de mi alma, enrollándose ingrata y detestablemente en la médula, en el eje al rededor del cual yo giraba.

Me noté enojado, ciego, débil y desprotegido; me sentí como un ciervo maltrecho que yacía lacerado en mitad de una carretera inmensa y gloriosa, con el soberbio cielo sobre la cabeza, sabedor pedante y engreído de lo dotado que estaba de hermosura, y me veía hacia abajo, pesaroso y burlón a la vez, y veía a su hijo, pero yo era incapaz de devolverle la mirada, pues era solo eso, un venadito al que le han robado la vista y ni se ha enterado, una criatura cuya vida se vacía en la calzada con delicadeza, con lentitud parsimoniosa, similar a una amorosa caricia en la mejilla.

Me encontraba flotando entre pensamientos de tormento y autocompación cuando de repente, un violento estremecimiento trepidó a través de cada pequeño hilo del que estaba tejido mi pequeño mundo privado, haciendo al grueso manto de oscuridad vibrar con vigor.

Un auto nos había chocado, había salido de la nada en una oscura intersección, lanzándosenos encima sin el menor descaro, asemejándose a un fiero león que se abalanza sobre un animalito desprovisto de suerte.

Que quede para el libro, que esto lo supe más adelante, de la boca de uno de los únicos testigos que aún tenían vida para mover la lengua.

Un armatoste tosco, rudo, nos embistió por la derecha, con un escándalo similar a un grito de guerra.

Las ruedas cedieron ante el aplastante deseo de un rabioso atacante y se deslizaron por la acera con un sonido chirriante y vulgar, hasta que finalmente, un segundo estruendo las hizo detenerse secamente.

Del otro lado, del lado izquierdo del auto, un poste de electricidad había detenido nuestro mortecino derrapar, encajándose en la parte del conductor con otro gran estrépito.

Lo siguiente de lo que fui consciente, fue de como unas manos extrañas me tomaban consigo, me secuestraban; en el sentido más crudo de la palabra.

Mi mundo se agitaba hacia todas direcciones y aún así parecía no decidir su destino. Percibía, con una agudeza que se me antojaba lo más palpable que tenía, un violento movimiento oscilatorio, como si un gigante insubordinado se hubiera colado dentro de los jardines de un muchacho maltrecho, dentro, en el interior de mi mente, donde pisoteaba todo con sus enormes pies y su medio cerebro.

Ahora, me encantaría seguir con la historia, contarles el remate de este chiste amargo que me he dispuesto a narrar, pero lamentablemente mis obligaciones me llaman, lo cual es una verdadera lástima, pues mi corazón arde de unas ganas abrasadoras por seguir escribiendo, comunicando lo que tengo que decir a la vez que veo pasar los recuerdos ante mis ojos, tan claros como si los viviera de nuevo.

Ya les contaré sobre mi gallardo héroe, el muchacho de rostro angelical que llegó a salvar el día. Les relataré la profunda impresión que me causó su cautivadora, galante, bellísima expresión y la atracción que sentí hacia su voz suave y reconfortante.

Les contaré sobre el dolor y el miedo de mi primera transformación, violenta, forzada, antinatural y sumamente inminente, con nada más que mi ser temeroso y un joven apuesto que me miraba con asombro.

Lo siento mucho, más por mi, que por quien me lee, el capítulo a terminado.

Hereditario Where stories live. Discover now