III

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Sabemos que la memoria es engañosa.

La retentiva es tan impertinente y traicionera como escurridiza y altiva, solo comparable con un egocéntrico reptil resbaladizo de fría sangre.

Sin embargo, me gusta pensar que la manera en que evocaré los hechos siguientes es tan precisa como claro esta en mi mente el recuerdo de mi desayuno de esta mañana. Pues querido lector, créeme cuando te digo que ni yo me encuentro exento de aquel miedo amenazante y enojoso a que los recuerdos de mis vivencias se arrastren lentamente lejos de mi, en el camino arañando el suelo de la cueva atestada que es mi cerebro, y finalmente desdibujándose tanto que se pierdan en la pavorosa, oscura, tremebunda eternidad, como si su existencia hubiera sido nula en este plano de la realidad. En este momento preciso, al reflexionar sobre ello, puedo darme cuenta de qué tal vez, y solo tal vez, esa es la razón de desear con tanto fervor y mostrarme tan empedernido en cuanto a dejar mis memorias plasmadas en algún lugar. Quizá simplemente me enferma el pensar que puedo perder la cordura con la facilidad que un suspiro se escapa de los labios.

En fin, como mencioné, me gusta pensar que mi remembranza de aquel tiempo es tan concreta como azules son los cielos.

Manos resbaladizas, suaves, ásperas, dulces, amargas, que acariciaban mi rostro con un cariño de gusto picante, dedos delgados que se contoneaban por mis pómulos, danzando seductora y ostentosamente, hiriéndome con ternura, con aquellas uñas del color más puro de la sangre, groseras, llamativas.

Labios llenos, labios orgullosos, labios cereza de un rosado tan fino y sofisticado, que tan exquisita visión podría hacer tiritar a un hombre adulto. No era menos que la joven, bella Renata, tan esplendorosa como una rosa, pero azarosa cual peligroso paraje, quien juntaba los morros contra mí en una pugna de insaciable lujuria, entregándose a este servidor, buscando mi inminente rendición.

Renata, hermosa dama de muslos escandalosos y fanales de mirada inteligente. El todo, la creación del Señor, se me antojaba con una vibración deliciosa cuando ella estaba conmigo, provocando con cada oscilación, que su cuerpo menudo se pegara más contra el mío; pero solo era el auto en el que íbamos montados, pasando por una precaria calle sin pavimentar.

Renata se separaba apenas lo suficiente para que un dedo juguetón se posara en mis labios, haciendo perfecta alusión a un divertido colibrí, y podría exhalar una sonrisa risueña, tan contagiosa como el peor virus que hubiera visto la humanidad.

Si, lo recuerdo bien.

Recuerdo sus agraciados ojos pardos mirando fijo, muy dentro de mi sofocada alma, y recuerdo su mueca jocosa cuando el armatoste, de un brillante color verde escarabajo, reducía su velocidad con declarada paciencia y se detenía delante de una morada que no puedo describir más que como bella.

—Bueno, ya estamos aquí. Ahora, si me haces el favor de sacar tus manitas de la falda de mi prima, te lo voy a agradecer mucho.

Ante esta terriblemente acertada acusación, a mi no me quedó más que reírme, pues me habían atrapado con las manos en la falda.

Me retiré con suavidad, acariciando la tersa piel bajo las yemas de los dedos, como un bobo impertinente, como una serpiente, acariciando afablemente a su presa.

Exhibí mis manos, estacionándolas a ambos lados de la cabeza, cual sucio ladrón.

Eché la vista sobre el hombro de mi adorada Renata, justo donde descansaban sus majestuosos caireles con aire importante, cual la melena de un suntuoso león que porta su corona de cabellos.

Alcancé a ver la mueca disgustada y acusadora de mi buen amigo Adán, que nos encaraba, retorciendo la espalda desde el asiento del conductor, rogando a su prima que, como la señorita que era, bajara de mis piernas.

Oh, el buen y justo Adán.

En mi generosa memoria, tengo grabado en intenso fuego la visión de aquel muchacho de piel de caramelo y melena azabache, apresurándome fuera del auto, como si fuera un vil rufián que no dudaría en hacer algún mal a su adorada Renata. Recuerdo sentirme como tal, exhibiendo todos los dientes perlados que tenía en la boca, riendo como un descarado cuando bajé dando saltos.

Juntos nos precipitamos dentro de la carismática vivienda a la que estábamos destinados a llegar, cuya fachada estaba tintada del mágico color morado propio de las mas dulces uvas, un augurio de buena suerte, anhelaba yo pensar, y mirando hacia atrás, tal vez lo era, aún cuando en días siguientes no me hubiera parecido de aquella manera.

Fuimos recibidos con cálida bienvenida, típico carisma de las personas que, de hecho, ya se encuentras un poco ebrias y te sonríen con una simpatiquísima torpeza.

Mi Dios, en este vivo momento, deseo con total y abrazarte fervor el mostrarte, enseñarte, amarte lo suficiente, lector, con tanta impetuosidad y vigor que pudieras ver dentro de mis párpados y vislumbrar la belleza de la coyuntura, de la situación, del instante, y no es, en absoluto, que en aquella noche el cielo fuera especialmente estrellado o la cerveza estuviera particularmente sabrosa. El encanto reside en que era la calma antes de la tormenta.

Caderas que danzaban en un vaivén exquisito frente a mi, bajo mis dedos confianzudos. Mi preciosisima Renata que estaba contra y sobre mi, con aquella figura suya tan inmediata a la mía,   que sus piernas se colaban entre las propias.

¡Que prodigioso momento! ¡Que graciosa me pareció ella, con sus rizos castaños acariciandome las mejillas, describiendo movimientos perfectos con su silueta de bailarina!

El corazón se me aceleraba cual maravilloso caballo a pleno galope, mientras dibujaba una zarza de bendiciones con los pies danzarines, luego corrió como un magnífico leopardo en persecución de grácil gacela, ostentando sus bellas manchas ante el sol naciente, y por último, el músculo cardiaco me latía tan de prisa como un tren desbocado, tan raudo e inapropiado, que el único remedio que tuve a mi disposición fue llevarme las manos al pecho mientras me desplomaba, con una apacible amargura.

Yo estaba ahí, existiendo, tenía que estarlo, pero al mismo tiempo no podía evitar preguntarme, ¿De verdad estoy aquí?

Con los ojos cubiertos por una espeluznaste capa neblinosa, apenas alcanzaba a ver nada, con un desagradable pitido en los oídos, todo parecía tan irreal como un mentiroso fantasma.

Ecos agobiados, espectros de voces sin sentido, me llegaban ahogados, preocupados, incoherentes en su totalidad.

¿Por qué no solo se callan? ¿No ven que estoy tratando de dormir?

Los seres humanos siempre me han parecido de lo más curiosos, incluso cuando yo me creía, con notada arrogancia, una brillante criatura perecedera. Después de todo, ¿Quien soy yo para asumir que soy tan especial como lo es la caduca, mortal vida, de los humanos?

Curioso es que, en aquel momento de precaria y dolorosa miseria, me sentí más humano de lo que nunca me había sentido. Ahí, con los dedos afianzados al pecho, engarrotados y tiesos como el más duro de los metales, la mejilla contra el césped del patio trasero de aquella alegre casa de tonalidades moradas, y el cielo, primoroso, que exhibía sus colores con declarado orgullo, silencioso testigo de la congoja que atenazaba él núcleo puro de mi afligida alma.

Recuerdo sentir el agarre de unas manos misteriosas, que se extendían hacia mi, aferrándome de la ropa, levantándome, llevándome, como un mar frenético y dispuesto, rebelde y agitado, en toda su espectacular gloria.

Recuerdo boquear como un pez, con los fanales muy abiertos, dirigiendo mis globos oculares pardos a la esplendorosa nada, sin ver el firmamento, que se alzaba con aire presuntuoso sobre mi cabeza.

Después, más tarde que temprano, me enteré que me habían echado algo en el vaso de la bebida.

Hereditario Where stories live. Discover now