Odiada

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Refugio de Arizona

Zona de cautiverio

Tessa

Había perdido la cuenta de cuántos estudios y castigos me habían visto obligada a enfrentar. Los resultados eran siempre los mismos: yo era una H. A. V. El general Acker no paraba, sus ataques eran uno tras otro, me abrían partes del cuerpo para saber cuánto tardaba en sanar, me rompían los huesos y otras atrocidades que no soy capaz de describir.

Cada día, venía a mi celda, encendía el intercomunicador y me hacía las mismas estúpidas preguntas. Le frustraba que yo le respondiera con la verdad y mandaba a sus hombres a torturarme. Ya no eran los palos eléctricos, eran balazos de cobre. Mi piel era un mapa de cicatrices que todavía no sanaban, y no lo harían a menos que se detuvieran. Estaría muerta de no ser por el suero que circulaba por mis venas.

Si mal no recordaba, aquel día era viernes. El general y Alex bajaban a eso de las mil seiscientas horas, se paraban frente al vidrio y comenzaban con el interrogatorio. En cuanto a Alex, dejé de prestarle atención. Mostraba cierto arrepentimiento, casi imperceptible, cuando me veía, pero no hacía nada para parar todo aquello. Era un robot dispuesto a obedecer las órdenes del mando electrónico. Cada vez que me miraba, mis ojos cambiaban, demostrándole lo mucho que me estaba lastimando y cuánto lo odiaba, aunque él no entendiera el significado de mis iris. Sobre el resto no sabía nada. Estaba segura de que se habían quedado en Arizona. Quería creer que no me habían dejado con estas personas a mi suerte. Me preguntaba si algún día me dejarían salir y verlos, hablarles, disculparme. Después de todo, nada de todo aquello era culpa mía; sin embargo, dudaba de que me comprendieran.

Me encontraba aovillada en la cama, tapada con las frazadas hasta la cabeza mientras temblaba de frío. ¿Acaso no funcionaba la calefacción? Me obligué a dormir un poco, apenas había pegado un ojo en las últimas ochenta horas y los párpados se me caían por el cansancio. Cuando los cerré, oí levemente la conversación de los guardias que custodiaban la entrada de mi celda.

―¿Qué crees que decida Acker? ―preguntó el de la voz de niño.

El otro soltó un bufido y golpeó su arma contra la pared inconscientemente.

―Si él no la mata, lo haré yo.

Los vellos de mi cuerpo se erizaron y apreté los puños. Si ese bastardo me ponía una mano encima, acabaría sentado sobre la cara de Acker. No tenía idea de cómo lo lograría, pero se valía soñar.

Exactamente a la misma hora, sonó el clásico pitido que anunciaba la llegada del viejo. Aparté las mantas de mi cuerpo y me levanté, clavando mis ojos oscuros en los del arrogante general.

―¿Hoy sí está dispuesta a hablar, señorita Blandenwell? ―preguntó con sorna. Noté a Alex detrás de él, alejado del vidrio, contrario a otras veces, y eso me sorprendió. Me crucé de brazos y alcé la barbilla―. ¿No? Hace todo esto más aburrido y tedioso para usted.

―Lo único que estoy haciendo es decirle la verdad. ―Me acerqué al vidrio y puse ambas palmas a los costados de su cara. Un impulso de romper la barrera me atenazó y cortó el aire de mis pulmones. El hombre se quedó de piedra―. Si continúa con su juego perverso, tenga por seguro que acabaré con usted.

Asustado, toqueteó su pecho, en busca de aire. Alex dio un paso adelante y quedó demasiado cerca. Como si no existiera el espacio entre ambos, me aparté y le dediqué una profunda mirada de odio que lo hizo retroceder. Mejor así.

―Hemos llegado a una conclusión ―habló. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Había pasado tanto tiempo desde que lo había oído dirigirse a mí que fue una punzada directa a mi alma―. Saldrás y te llevaremos a la base en Oregón. Te mantendremos bajo vigilancia veinticuatro horas, los siete días de la semana. Te asignaremos una nueva habitación, de la cual no podrás salir a menos que se te conceda un permiso. ―Un peso abandonó mi corazón y casi sonreí. Casi―. Pero eso no significa que estés libre. Eso es todo lo que podemos ofrecer.

1. La extraña ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora