Prólogo

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Luke Bellerose se coloca sobre el taburete casi con parsimonia, sin prisa de por medio mientras sus ojos se pasean por sus materiales y por el lienzo limpio, tan blanco como la pureza de un nuevo día y las nuevas oportunidades que recibe cada quien con el primer respiro que dan al amanecer. Sus dedos hormiguean en anticipación por tomarlos, sus labios se sienten resecos y sus tripas tiran la una a la otra en su interior ante la sensación de extasis que lo recorre en esos instantes; no lo admitiría en voz alta, al menos no hoy, no ahora en que se encuentra en aquella fase de negación en donde todo es un rotundo no aunque es tan claro como el agua.

No puede permitirse sentimientos como eso. Se supone que es la persona más profesional jamás conocida.

Sin embargo, la tiene a ella, justo en frente, luciendo como lo que podría ser su perdición, su musa quizás.

La mira fugazmente, no queriendo enfocarla demasiado con el temor de no poder despegar los ojos de ella. Se encuentra sentada en aquel mueble negro, ese en el que han estado probablemente un millar de modelos y aún así ninguna como ella.

Nadie nunca podría lucir como ella.

—¿Hace que todas sus modelos posen desnudas, señor Bellerose?— Pregunta, con la voz dulce llamando su atención sin demora, con los labios pálidos sin ni una sola gota de maquillaje y los orbes preciosos; al señor Bellerose le encanta lo natural que luce, lo sencilla que se ve allí sentada.

Una diminuta sonrisa se desliza por sus labios en tentación de extenderse más de lo que debería, y al final se tiene que obligar a sí mismo a apretarlos para disimular la gracia sincera que le provoca su pregunta. Se termina pasando la lengua por ellos, observa el lienzo todavía vacío y no tarda en responder:

—Sólo cuando son realmente hermosas.

—¿Piensa que soy hermosa?

Luke casi se ríe, por muy poco lo hace. No obstante, se abstiene de ello, tanto cómo se ha estado restringiendo a sí mismo de tantas cosas que la involucran a ella. Alza la mirada hacia ella una vez más, viéndola por debajo de las pestañas, con la cabeza ligeramente inclinada y los rizos dorados cayendo a un lado, tocando su piel con tanta dulzura que ni siquiera parece real.

El silencio los envuelve durante unos segundos, el señor Bellerose se llena los pulmones de aire , y termina meneando la cabeza en una diminuta negación.

Y entonces confiesa.

Pienso que eres la representación viva del pecado, Godiva.

Art Deco [#1] | ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora