XI. En el Ayuntamiento

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La falúa real, seguida de su espléndida flotilla, se encaminó majestuosamente por el Támesis abajo entre la maraña de botes iluminados. El aire estaba cargado de música; y las orillas del río tremolando por la alegría de las llamaradas; la lejana ciudad se tendía en el suave resplandor luminoso de sus incontables hogueras invisibles; por encima de ella se elevaban al cielo muchas esbeltas espirales, incrustadas de luces centelleantes, que en su lejanía parecían enjoyadas lanzas arrojadas a lo alto. A medida que navegaba la flotilla, era saludada desde las márgenes con un continuo clamor de vivas e incesantes centellas y truenos de la artillería.

Para Tom Canty, medio enterrado en sus almohadones de seda, estos sonidos y este espectáculo eran una maravilla inefablemente sublime y asombrosa. Para sus amiguitas, que iban a su lado, la princesa Isabel y lady Juana Grey, no eran nada.

Llegada a Dowgate, la flotilla subió por el límpido Walbrook, cuyo cauce lleva ahora dos siglos oculto a la vista bajo terrenos edificados, hacia Bucklersbury, dejando atrás casas y pasando bajo puentes llenos de juerguistas y brillantemente iluminados; por fin vino a detenerse en una dársena, donde está ahora Barge Yard, en el centro de la antigua ciudad de Londres. Tom desembarcó, y él y su vistoso cortejo cruzaron Cheapside, e hicieron un corto paseo entre la Judería Vieja y la calle Basinghall, hasta el Ayuntamiento.

Tom y sus damitas fueron recibidos con el debido ceremonial por el alcalde y los principales de la ciudad, con sus cadenas de oro y sus trajes de gala escarlata, y fueron conducidos bajo un rico dosel ceremonial situado en lo alto del gran salón, precedidos por heraldos haciendo la proclama, y por la Maza y la Espada de la Ciudad. Los lores y las damas que habían de asistir a Tom y a sus dos pequeñas amigas tomaron su lugar detrás de sus sillas correspondientes.

En una mesa más baja tomaron asiento los grandes de la corte, con otros huéspedes de noble condición, y los magnates de la ciudad. Los comunes ocuparon sus lugares en multitud de mesas en el piso principal del salón. Desde su aventajado lugar, los gigantes Gog y Magog, antiguos guardianes de la ciudad, contemplaban el espectáculo con ojos familiarizados con él desde tiempos inmemoriales. Se oyó un toque de clarín y una proclama, y un despensero gordo apareció por la pared izquierda, seguido de sus ayudantes, que llevaban con impresionante solemnidad un regio solomillo de buey, humeante y dispuesto a ser trinchado.

Después de las oraciones, Tom, ya instruido, se levantó —y con él todos los allí presentes— y bebió de una portentosa copa con la princesa Isabel; la pasó luego a lady Juana Grey y después circuló por toda la asamblea. Así comenzó el banquete.

A medianoche el festín estaba en su apogeo. Luego vino uno de esos pintorescos espectáculos, tan admirados en aquellos antiguos tiempos. Aún existe una descripción de él en el singular estilo de un cronista que lo presenció:

«Habiéndoseles hecho espacio, pronto entraron un barón y un conde, ataviados a la turca, con largos mantos salpicados de oro; sombrerón de terciopelo carmesí, con grandes vueltas de oro; ceñían dos espadas, llamadas cimitarras, pendientes de grandes tahalíes de oro. Venían después todavía otro barón y otro conde, con largos ropajes de raso amarillo con rayas de vaso blanco al través, y en cada lista blanca traían otra de raso carmesí, a la usanza rusa, con sombreros de piel blanca con manchas negras; cada uno de ellos llevaba un hacha pequeña en la mano y botas con picas —puntas de casi un pie de largo—, vueltas hacia arriba. Y después de ellos venía un caballero, luego el lord gran almirante, y con él cinco nobles con jubones de terciopelo carmesí, escotados por detrás y por delante hasta el esternón, sujetos por el puño con cadenas de plata; y sobre esto, capas cortas de raso carmesí y en las cabezas sombreros a la manera de los danzantes, con pluma de faisán. Éstos iban vestidos a la usanza prusiana. Los hacheros, que eran cerca de un centenar, iban de raso carmesí y verde, como moros, sus caras negras. Venía después un mommarye. Luego los ministriles, disfrazados, bailaron; y lores y damas bailaron también tan desafinadamente, que era un placer contemplarlos».

El Príncipe y el MendigoWhere stories live. Discover now