XVIII. El príncipe y los vagabundos

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Despertóse al romper el alba la tropa de vagabundos y prosiguió su marcha. Las nubes estaban muy bajas, cenagoso el suelo y el cierzo invernal cortaba. Toda la alegría había desaparecido. Algunos de ellos, hoscos y silenciosos, otros irritables y petulantes, y ninguno de buen humor. Todos estaban sedientos.

El jefe puso a «Jack» al cuidado de Hugo, con algunas instrucciones y órdenes a Juan Canty para que se mantuviera alejado del niño y lo dejara en paz.

Y así previno a Hugo que no se tratara con demasiada rudeza al muchacho.

A poco, el tiempo mejoró y las nubes se fueron en parte. Ceso la cuadrilla de tiritar y se suavizó el humor de todos. Fuéronse poniendo más y más alegres, y, finalmente, empezaron a embromarse uno a otros, y a insultar a los viandantes que encontraban por el camino. Esto denunciaba que despertaban una vez más a la apreciación de la vida y sus alegrías. El temor que todo el mundo les tenía se mostraba en que todos los viandantes les cedían el paso y tomaban a bien sus groseras insolencias. Una de sus maldades consistía en arrancar la ropa tendida en los setos, a la vista de sus dueños, quienes no decían esta boca es mía, pues al parecer se mostraban agradecidos de que no se llevaran también los setos.

No tardaron en invadir una pequeña casa de labor donde se instalaron a sus anchas, mientras el tembloroso labriego y su gente vaciaban la despensa para darles desayuno. Acariciaban por debajo del mentón a la mujer y a las hijas, mientras recibían el condumio de sus manos, y hacían bromas vulgares acerca de ellas, acompañadas de epítetos insultantes y de zafias carcajadas. Arrojaban los huesos y las verduras al aldeano y a sus hijos, a quienes tenían sin cesar haciendo de criados, y aplaudían tumultuosamente cuando se decía un chiste gracioso. Acabaron por golpear en la cabeza a una de las hijas, ofendida por alguna de sus familiaridades. Cuando se despidieron, amenazaron con volver para quemar la casa sobre las mismas cabezas de la familia si llegaba a oídos de la justicia alguna noticia de sus fechorías.

A eso del mediodía, después de una caminata larga y tediosa, se detuvo el grupo detrás de un seto en las afueras de un pueblo grande. Diose una hora para descansar, y todos se dispersaron para entrar al pueblo por diferentes puntos, y dedicarse a sus diversas profesiones. «Jack» fue enviado con Hugo, y ambos anduvieron de acá para allá algún tiempo. Hugo, en busca de una ocasión para hacer «un negocio», pero sin encontrar ninguna, por lo que acabó diciendo:

—No veo nada que robar. Éste es un lugar despreciable. Pero mendigaremos.

—¿Mendigaremos? Sigue tú tu oficio, que bien te sienta, pero yo no mendigaré.

—¿Que no mendigarás? —Exclamó Hugo mirando al rey con sorpresa—. Pero dime, ¿desde cuándo te has reformado?

—¿Qué quieres decir?

—¿No has pedido limosna toda tu vida por las calles de Londres?

—¿Yo, idiota?

—Ahorra cumplidos, que así te durará más la provisión. Dice tu padre que has mendigado toda tu vida. ¿Es que ha mentido? Acaso tendrás la audacia de decir que ha mentido —dijo sarcásticamente Hugo.

—¿Ese a quien tú llamas mi padre? Sí, ha mentido.

—Mira, compañero, no abuses tanto de esa chanza de la locura. Empléala para tu diversión y no para tu daño. Si le cuento lo que has dicho te despellejará.

—Puedes evitarte el cuidado. Yo se lo diré.

—Me gusta tu valor, en verdad, pero no comparto tu juicio. Bastantes palizas y vapuleos se lleva uno en esta vida, sin que salga de su camino para provocarlos. Pero procedamos en paz. Yo le creo a tu padre. No dudo que sea capaz de mentir, no dudo que mienta cuando llega la ocasión, porque los mejores de nosotros lo hacemos; pero aquí no hay nada que lo valga. Un hombre sensato no malgasta en tonto una mercancía tan valiosa como es la mentira. Pero vámonos de aquí; y puesto que te ha dado por renunciar a pedir limosna, ¿en qué nos ocuparemos? ¿Robaremos cocinas?

El Príncipe y el MendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora