XIX. El príncipe con los aldeanos

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Al despertar el rey a la mañana siguiente, se encontró con que una rata mojada, pero precavida, se había colado en el granero durante la noche, y junto a su mismo lecho se había habilitado una cómoda cama. Al verse perturbada en su reposo se escapó corriendo. Eduardo sonrió y dijo:

—¡Pobre tonta! ¿Por qué tienes tanto miedo? Yo estoy tan desamparado como tú. Sería una infamia en mí dañar a los desvalidos, cuando tan desvalido estoy yo. Además, te debo gratitud por el buen agüero, porque cuando un rey ha caído tan bajo que las mismas ratas toman por cama su cuerpo, eso significa en verdad que su suerte va a cambiar, puesto que está claro que no puede bajar más.

Levantose y salió del pesebre en el precisa momento en que se oían voces infantiles. Abriose la puerta del granero y entraron dos niñitas, que en cuanto vieron a Eduardo enmudecieron y se quedaron inmóviles, mirándole con viva curiosidad. No tardaron en cuchichear entre sí y luego se acercaron más y se detuvieron de nuevo para mirarle y secretear de nuevo. Mas pronto, con acopio de valor, empezaron a hablar en voz alta. Una dijo:

—Tiene una cara muy bonita.

—Y el pelo muy hermoso —añadió, la otra.

—Parece que tiene mucha hambre.

Acercáronse más, dando vueltas tímidamente y reconociéndole de pies a cabeza desde todas partes, como si fuera una especie nueva y extraña de animal; como si casi temieran que fuera una clase de animal que mordiera llegada la ocasión. Se detuvieron, por fin, delante de él, cogidas de las manos para protegerse mutuamente, y le miraron harto rato con inocentes ojos. Después una de ellas, con alarde de valor, preguntó con llaneza:

—¿Quién eres, niño?

—Soy el rey —respondió éste gravemente.

Las niñas se sobresaltaron de nuevo; abrieron desmesuradamente los ojos y quedáronse sin poder hablar palabra. Al fin, la curiosidad rompió el silencio:

—¿El rey? ¿Qué rey?

—El rey de Inglaterra.

Las niñas se miraron una a otra, luego le miraron a él y volvieron a mirarse entre sí, maravilladas y confusas. Después una de ellas dijo:

—¿Has oído, Margarita? Dice que es el rey. ¿Será verdad?

—¿Cómo puede no ser verdad, Prissy? ¿Iba a decir una mentira? Porque si no fuera verdad, Prissy, sería mentira. Claro que lo sería. Piénsalo bien. Porque todo lo que no es verdad, es mentira, y no se puede creer otra cosa.

Como éste era un argumento que no tenía vuelta de hoja, ni dejaba el menor resquicio para refutarlo, los reparos de Prissy no tuvieron ya en qué fundarse. Reflexionó un momento la niña y dijo después esta sencilla frase:

—Si eres de veras el rey, te creo.

—Soy de veras el rey.

El asunto quedó resuelto; la realeza de Su Majestad fue admitida sin más preguntas ni discusiones, y las dos niñas empezaron al instante a preguntar cómo había ido a parar donde estaba, y cómo estaba tan mal vestido, y adónde se dirigía, y una infinidad de preguntas más. Fue un gran consuelo para el reyecito desahogar sus congojas donde no serían objeto de burlas ni de dudas; y así contó su historia con gran calor, olvidando mientras hasta su hambre, su historia fue escuchada con la más profunda y tierna compasión por las dos niñas. Pero cuando les refirió sus últimas aventuras y aquéllas se dieron cuenta del tiempo que llevaba el rey sin comer, no quisieron saber más, y salieron corriendo del granero para buscarle el desayuno.

Sentíase el rey alegre y feliz, y se dijo:

—Cuando vuelva a recobrar mi dignidad he de honrar siempre a las niñas, porque me acordaré de que éstas han confiado en mí y me han creído en mis desventuras, mientras que los que tienen más años y se creen muy sabios, se han burlado de mí y me han tomado por embustero.

El Príncipe y el MendigoWhere stories live. Discover now