XV. Tom como Rey

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Al día siguiente llegaron los embajadores extranjeros con sus magníficos séquitos, y Tom los recibió sentado en su trono con debida ceremonia. El esplendor de la escena deleitó su vista y encendió su imaginación, mas como la audiencia fue larga y tediosa, lo mismo que la mayoría de los discursos, lo que empezó como un placer, poco tardó en convertirse en aburrimiento y nostalgia. Tom decía de cuando en cuando las palabras que Hertford ponía en sus labios, y procuraba salir airoso; pero era demasiado novato en tales asuntos y estaba harto desazonado para conseguir algo más que un mediano éxito. Aparentaba un porte bastante regio, pero su mente no alcanzaba a sentirse rey. Y fue grande su alegría cuando la ceremonia terminó.

La mayor parte de aquel día fue un día a pájaros, como él decía en su interior, en trabajos pertenecientes a su real oficio. Aun las dos horas dedicadas a ciertos pasatiempos y recreos regios, fueron para él más bien una carga que otra cosa, pues había sobra de restricciones y de ceremoniosas observancias. No obstante, pasó una hora, en privado, con el «niño de azotes», la cual consideró como una ganancia cierta, puesto que en ella obtuvo diversión, y a la vez, informes útiles.

El tercer día del reinado de Tom Canty llegó y transcurrió lo mismo que los otros; pero en cierto modo se despejó un algo la nube que envolvía al niño, el cual se sintió menos incómodo que al principio. Iba poco a poco acostumbrándose a las circunstancias y al medio que le rodeaba. Dolíanle aún sus cadenas, pero no constantemente, y se daba cuenta de que la presencia y el homenaje de los grandes le afligían y turbaban menos cada hora que pasaba.

A no ser por un solo temor habría mirado sin grave disgustó la proximidad del día cuarto. Era aquel en que debía empezar a comer en público. Habría asuntos más graves en el programa, porque tendría Tom que presidir un consejo en que habría de exponer sus miras y dictar sus órdenes respecto a la política que debería seguirse con varias naciones extranjeras, desperdigadas por todo el mundo; también sería elegido oficialmente Hertford para el importante cargo de lord protector, y otras cosas notables estaban señaladas; mas para Tom todo era insignificante, comparado con la prueba de tener que comer solo, ante una muchedumbre de ojos fijos en él y una multitud de bocas que cuchicheaban comentarios sobre sus actos y sus torpezas, si era tan desdichado que las cometiese.

Pero como nada podía detener la llegada del cuarto día, este vino y encontró alicaído y absorto al pobre Tom, que no podía sacudir su mal humor. Los deberes ordinarios de la mañana le aburrieron más de la cuenta, y una vez más experimentó la pesadumbre de su cautiverio.

Muy avanzado el día estuvo en una sala con una grande audiencia, conversando con el conde de Hertford, y esperando de muy mal ceño la hora señalada para la visita de gran número de encumbrados funcionarios y cortesanos.

Al cabo de un rato, mientras Tom se había acercado a una ventana, pudo ver con interés la vida y el movimiento de la gran vía que pasaba junto a las puertas del palacio (y no con interés ocioso, sino con vehementísimo deseo de su corazón de tomar parte en su bullicio y libertad), de hombres, mujeres y niños de la más baja y pobre condición que se acercaban desordenadamente por esa ancha vía.

—Quisiera saber qué es todo eso —exclamó con toda la curiosidad de un niño ante tal acontecimiento.

—Eres el rey —respondió solemnemente el conde con una reverencia—. ¿Tengo tu venia para obrar?

—¡Oh, sí, con mil amores! —exclamó Tom con alegría. Y añadió para sí con viva satisfacción—: En verdad que el ser rey no es todo aburrimiento, pues conlleva sus compensaciones y sus ventajas.

Llamó el conde a un paje y lo envió al capitán de la guardia con esta orden:

—¡Deténgase a la muchedumbre y pregúntese la causa de ese bullicio! ¡De orden del rey!

El Príncipe y el MendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora